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Un lugar entre las cosas.

Daniel Montero
...and so it shall become rift. Luis Felipe Ortega.
2022
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Es probable que gran parte de la obra que Luis Felipe Ortega ha realizado en los últimos diez años tenga que ver con la producción de espacios, a partir de relaciones que establece entre imágenes fijas y en movimiento, cuerpos, objetos, esculturas, sonidos y textos. Esa es la espina dorsal que atraviesa muchas de sus inquietudes y la que articula sus ideas. Pero esta afirmación categórica necesita aclaración, porque parecería un poco reduccionista. No lo es. Precisamente, lo que me permite hacer este señalamiento está en las mismas inquietudes que suscita: ¿Qué significa producir el espacio y bajo qué circunstancias es eso posible? ¿Qué tipo de procedimientos lleva a cabo y cómo los ejecuta? ¿Qué imágenes, objetos, esculturas, cuerpos, textos, sonidos? ¿Cómo se afectan a su vez todos esos elementos? ¿Qué tipo de experiencia se produce?

En efecto, la producción del espacio –tal y como la entiende Ortega– tiene que ver con la puesta en juego de esas relaciones, que son las que se singularizan en cada una de las obras que realiza. Entonces, en primer lugar hay que considerar los emplazamientos, es decir, la manera en que los objetos y cuerpos son situados en lugares específicos, no porque les pertenezcan de forma necesaria, sino porque es allí, en esos lugares, donde Ortega los hace existir. Al concebir los espacios no como algo que está dado a priori, sino más bien como algo que debe ser habitado, llenado e incluso descubierto y representado, hace que solo puedan existir en esas obras y en esas intervenciones. Ello, por supuesto, apela a una experiencia particular, porque la relación entre lugar-objeto-cuerpo está localizada en todas las obras que presenta.

Así, lo que se pone en tensión siempre es una triple relación que se manifiesta en cada obra: la primera, la de tiempo-espacio; la segunda, la de forma-materia- imagen; y la tercera, la de forma-contenido.

Al respecto de la primera, es evidente que el tiempo y el espacio siempre son inestables, porque se muestran de forma sincrónica y anacrónica al usar referencias del pasado de la historia del arte y de la cultura, de los paisajes en los que una vez estuvo y de los objetos que una vez vio, además, por supuesto, de la presencia de la obra en el espacio en el que se instala y su vínculo con el espectador. Todas estas relaciones se manifiestan al estar con las obras, haciendo que nunca pierdan su actualidad. En ese sentido, podríamos decir que el tiempo es el espacio siendo producido en la presencia con la obra. En cuanto a la segunda relación de forma-materia-imagen, cada elemento se subordina al otro dependiendo de la experiencia que Ortega quiera producir, convocando de nuevo a una inestabilidad. No es que la forma sea más importante que la materia o que la materia ocupe un lugar privilegiado en relación con la imagen, sino que, dependiendo de la obra, Ortega cuestiona a la imagen por medio de la materia y esta a su vez adquiere formas particulares. En ese sentido, no es aleatoria la manera en que Ortega selecciona, usa y compone sus formas, sus imágenes y sus materiales, haciendo énfasis en que el procedimiento para ejecutar muchos de ellos es altamente racional, pero que parte de intuiciones y de afectos.

Por último, más allá de significados específicos, las obras acompañan al espectador en el espacio. Preguntar qué significan ejerce una suerte de violencia que niega la posibilidad de un encuentro con ellas. Sería más conveniente, entonces, preguntar qué produce cada una, haciendo de su sentido algo estrictamente localizado. Esos efectos de las obras son irrepetibles: no es que no se pueda hablar de ellos, pero su registro no se limita al lenguaje.

La exposición …y luego se tornará resquicio es una puesta en juego de todas estas circunstancias, pues fue concebida para generar experiencias singulares en cada uno de los espacios del Museo Amparo.

Producción de espacios

Ahora bien, esta producción de espacios ocurre al menos de cuatro maneras. La primera, por medio de instalaciones que se realizan en espacios determinados y que juegan con la arquitectura de forma particular. Resulta paradigmático Caja negra (2016), un cubo de 244 cm por lado, pintado con acrílico negro, pasta y polvo de mármol, que se instaló en su momento en una casa en obra gris y que interfería con el tránsito de personas, a la vez que trastocaba la luz que entraba al lugar. En el caso de la exposición …y luego se tornará resquicio, esa misma idea se lleva a dos espacios fundamentales del Museo Amparo: el vestíbulo y la primera sala (A4), donde comienza el recorrido. Estas intervenciones alteran el espacio arquitectónico por su presencia, que depende de su escala, su volumen y su materialidad, creando así un nuevo lugar. En el caso de Espacio Abierto, la obra juega permanentemente con las alturas del recinto y con el sitio amplio en el que está colocada, lo que provoca, a su vez, que esta exista de diferentes maneras, dependiendo de la perspectiva con la que es observada, pero también de la distancia en la que se disponga el espectador. En cambio, la obra Espacio cerrado, ubicada en la primera sala, se desprende del techo del museo y llena todo el sitio, haciendo imposible su percepción total, obligando a un recorrido y modificando la forma en que el cuerpo del visitante se tiene que disponer para poder entrar. Así, la alteración de la altura del museo, por el volumen de la obra y por su color, cancela la comprensión de una totalidad para volverse absoluta presencia. Esta forma en que Ortega modifica las arquitecturas hace que las obras adquieran una singularidad concreta en el lugar en el que se instalan, volviendo esa experiencia irrepetible.

La segunda manera en que se producen los espacios tiene que ver con la forma en que Luis Felipe Ortega cuestiona la representación convencional del paisaje y el cómo es que la invención del horizonte ha sido determinante para la historia de la representación occidental. Como se sabe, un horizonte siempre es producto de una concepción particular del mundo y las convenciones occidentales lo han tratado como un punto de referencia para generar un orden. Además, es claro que el paisaje, sobre todo desde el siglo XIX, ha sido un género pictórico que tiene relevancia en la medida en que el sujeto moderno urbano cuestiona su lugar en el mundo, con relación a una naturaleza que se va a alejando cada vez más. Ortega utiliza la tensión entre naturaleza y cultura para hacer evidente la artificialidad del paisaje, por medio de imágenes fijas y en movimiento, pero también a partir de intervenciones en el espacio arquitectónico. Entonces, no es casual su obsesión por la selva amazónica, en la que determinar un horizonte muchas veces es imposible por la cercanía de todo lo que se puede ver, lo que a la vez hace que sea muy difícil su representación como paisaje, al no ser posible una distancia apropiada.

En su serie de Horizontes (2013-2017), por ejemplo, Luis Felipe divide papeles horizontales en dos secciones. En la de abajo dibuja pequeños trazos de grafito y tinta, creando una acumulación de líneas que genera un efecto de terreno, y deja la parte superior sin dibujo. En esta serie de obras estereotipa el paisaje, a partir de la relación arriba-abajo, dejando todo el trabajo de la “representación” a la saturación de las líneas. Ortega realiza una reflexión similar en Altamura, una pieza de video que es un plano secuencia de 19 minutos de duración, grabado en la isla homónima ubicada en el Mar de Cortés; ahí muestra las variaciones del horizonte, gracias a una rotación de una cámara fija. De hecho, en esta obra incluye dos horizontes: el de la isla y el del mar, haciendo mucho más clara la artificialidad de la representación que es producida por la cámara. Además de las imágenes, Luis Felipe Ortega integra al video un sonido en el que se pueden escuchar las voces de Kurt Cobain, Jean Genet, Truman Capote, Louis-Ferdinand, Céline, Samuel Beckett, William Burroughs y Pier Paolo Pasolini, todos personajes fundamentales en su obra y que han sido sus compañeros de viaje. Así, con el sonido del video genera una nueva espacialidad, que vuelve aún más artificial la representación, haciéndola habitable solo por las voces que se escuchan, como si el paisaje mismo las produjera. Es por eso que gran parte de la obra de Ortega es en sí misma un pa(i)saje.

La tercera forma en que ocurre la producción de espacios es por medio de la instalación de horizontes en la misma arquitectura. Son particularmente importantes Horizonte invertido (2010) y A propósito del borde de las cosas (2017); ya que el efecto de representación del paisaje se desdobla dentro de la arquitectura, modificándola. Horizonte invertido es una habitación completamente saturada de líneas de grafito, con excepción de una línea blanca que cruza todas las paredes a la altura de los ojos, convirtiéndose en la única referencia de distancia. Además, también se hacen explícitos los cuerpos requeridos para crear el negro saturado en la obra y la inversión del horizonte, que aparece como puro trabajo. Por otro lado, A propósito del borde de las cosas es una línea de horizonte que se ha perforado en un muro haciendo que la luz penetre en un espacio oscuro; así, la línea producida por la luz se vuelve la única referencia de un afuera posible. Estas instalaciones de horizontes dentro de la arquitectura subvierten el interior y el exterior de la arquitectura y el paisaje, creando un punto de referencia exterior que se proyecta en los espacios interiores. De esa manera, el espacio se produce por una suerte de extrañamiento por la tensión entre cuerpos, arquitecturas y paisajes.

La última forma de producir espacios a la que me quiero referir tiene que ver con la interacción entre cuerpos, lugares y objetos. En este caso los cuerpos interactúan, a veces unos con otros, a veces con objetos y a veces con la misma arquitectura. Lo que pretende Ortega en este caso es comprender el espacio, no solo como el lugar en el que se llevan a cabo acciones, sino más bien como ese espacio único donde esas acciones pueden tener lugar. Pero a veces esos cuerpos aparecen como presencias, en el mismo espacio real, y a veces como presencias en videos y fotografías. Es especialmente significativo el caso de E logo se tornará resquicio de um presente tomado abrutamente, un video producido exprofeso para la página web del Museo Amparo, en el que interactúan dos cuerpos con péndulos y sillas y cuyo movimiento está en relación con un sonido compuesto por el artista. La obra, que yo calificaría como dramática por la forma en que se desarrollan las acciones y los momentos de tensión entre sonido, cuerpos y objetos, establece relaciones con el lenguaje del teatro y del performance, haciendo una clara alusión a Samuel Beckett, y genera por sí misma un juego con la espacialidad de la red: ante la imposibilidad de contar con cuerpos en el espacio real de la exposición, Ortega los desplaza a la imagen digital en movimiento para habitar todos los espacios posibles del museo. El espacio es, entonces, producido por la interacción entre cuerpos, objetos, pero también por la relación entre lo digital y lo real de la exposición que se encuentra en salas.

Es claro que estas no son las únicas formas de producir el espacio, porque las estrategias de trabajo son múltiples. Además, todas las obras interactúan de forma singular, produciendo a su vez una experiencia complementaria: el trabajo de Luis Felipe Ortega es una indagación permanente por la forma en que se pueden habitar los intersticios.

La materia, un cuerpo, un tiempo

Como es claro, la producción del espacio afecta directamente a los cuerpos y a los sujeto al obligarlos a tomar una posición frente a lo que ven, es decir, generan experiencias particulares. Esa toma de posición no es solo simbólica, sino real: por un lado, se enfrentan a oscuridades, horizontes, paisajes; por el otro, a presencias concretas, como volúmenes, colores, sonidos. No podría ser de otra manera porque el espacio y la experiencia se producen simultáneamente. En ese sentido, más que ver algo, lo que propone Ortega es una experiencia del estar con; una suerte de efecto que producen los objetos, volúmenes, esculturas e incluso las pinturas y fotografías intervenidas. Así, muchas veces los cuerpos se tienen que adaptar a posiciones que proponen las obras, porque es la única manera que tienen para poder aprehenderlas en su totalidad, al tiempo de permitir una experiencia total que distiende el tiempo. Es por eso que la materialidad y la forma son fundamentales en su trabajo.

Al respecto de la materialidad, puedo decir que sea cual sea la obra siempre hay que estar con ella sostenidamente, porque se presenta como efecto, como duración y como presencia. Eso se debe a los materiales y al tiempo que Luis Felipe Ortega invierte en cada uno de ellos. Por ejemplo, los negros no son siempre el mismo negro, sino que depende de la luz con la que se ilumina la pieza, ya sea natural o artificial, porque a veces el óleo tiene saturaciones de azules o magentas; o bien, la pasta que se aplica en las esculturas tiene polvo de mármol o arenilla, haciendo que brillen por momentos. En ese sentido, la obra de Ortega va mucho más allá de la antropomorfización que proponía en su momento el arte minimal o de las consideraciones de la cancelación de la imagen del arte conceptual y se aprovecha de ellas para actualizarlas y sugerir, incluso, que renegar de una imagen produce una imagen y que el negro más negro siempre convoca a una contemplación y a un trayecto.

Es allí en que aparece otro elemento fundamental: el trabajo. Cada obra, desde su materialidad, significa un trabajo muy riguroso y físico, que implica muchos cuerpos y tiempos de realización precisos. Como muchas obras son creadas por saturación, se requiere que muchas personas trabajen por mucho tiempo para hacerlas posibles. Otras se demoran en realizarse porque exigen un detalle extremo de una sola persona, ya que aplicar el material requiere cuidado. Así, cada una de las obras es producto de un trabajo que conlleva la singularización del tiempo en la materia. A diferencia del trabajo de maquila o fabril, los materiales que usa Ortega llaman a lo singular y a la imposibilidad de pensar en una serialidad, incluso si muchas de las obras son realizadas con procedimientos de construcción y albañilería. Así, en varios sentidos, la obra está más próxima a la arquitectura de autor que a la escultura o la pintura.

Como es claro, la forma de las obras está en relación con la materia. A primera vista todas son muy “simples”: geometrías, líneas, péndulos. Pero cada una de esas formas está pensada con un detalle milimétrico, justamente para potenciar la experiencia que Ortega desea provocar en los cuerpos que las transitan. Las formas simples le sirven para generar una suspensión de la percepción, pero también la relación posible con la arquitectura: el demorarse en las obras no implica entonces que uno se detenga en detalles formales, sino más bien en efectos materiales.

Entonces, la relación entre forma y materia tiene efectos en los cuerpos. Si la obra es muy grande o propone una trayectoria, o bien, depende de la sobreposición de colores o imágenes, uno siempre tiene que modificar su postura y su mirada, generando una experiencia singular con cada una de ellas. Tener que detenerse, agacharse o incluso voltear a ver, son acciones necesarias para la experiencia del espacio, que produce ciertas temporalidades. Esos tiempos dependen de cada uno de los visitantes, provocando por momentos encuentros posibles. En ese sentido la propuesta de Ortega es generar tiempos precisos, pero a la vez dispersos, que dependen de la forma en que cada quien vive la experiencia del estar con las obras. De esa manera el tiempo también es producido en función del espacio.

Estudio

La manera de proceder de Luis Felipe Ortega tiene que ver siempre con una forma de estudio y no tanto en función de un proyecto o una investigación, generando piezas singulares que están siempre en relación unas con otras, producto de una especie de sistema. La clave sería entonces determinar qué quiere decir un estudio. Estudiar implica dos condiciones simultáneas: una intelectual y otra experiencial, las dos relacionadas de manera necesaria. Por el lado intelectual, Ortega siempre está refiriendo a la historia del arte, a la de las formas, a la de la cultura, a problemas filosóficos, literarios y poéticos; y por el lado experiencial, siempre piensa en la condición del arte, a partir de un proceso y de un hacer empírico. Así, las ideas, formas y materiales se relacionan en el mismo proceso de estudiar. En ese sentido, Ortega opera como un físico experimental: así, la experimentación con materiales e imágenes lo conduce a generar una teoría que debe ser puesta a prueba con rigurosidad; a la vez, lleva los procesos intelectuales a las experiencias vívidas, que son operativas en la realidad. En ese sentido la obra de Ortega siempre remite a cierto vitalismo. De esa manera, a partir de ese estudio, las obras de Luis Felipe Ortega a veces se concretan en volúmenes, a veces en imágenes, pero todas están atravesadas por inquietudes similares. No es que la materia sea más importante que la imagen o que la imagen produzca nuevas materialidades, sino que más bien todo depende de la forma en que se estudie el fenómeno, del análisis de sus circunstancias y de las reflexiones que suscita. Un proceso que lleva a pensar siempre en el espacio entre las cosas.