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Memorias de camaleón

Luis Felipe Ortega
La Jornada Semanal, No. 81
30 de diciembre, 1990
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Georges Moustaki, Las hijas de la memoria, Gedisa, Barcelona, 1990.

Las memorias de Georges Moustaki tienen la humanidad de haber salido de una noche de fiesta. El romanticismo y la nostalgia se cuelan en un espacio heterogéneo, se traspasa la vitrina y se miran los rincones nocturnos, un plano, un hombre sentado al piano que mira pasar mujeres (y les canta); se llega de Alejandría. Moustaki, el del “Milord”, “Le Méteque” o “Sarah” se sienta al piano, no ensaya. No hace falsos asideros ni dramas adelgazados, el artista mete cuentos en una hoja, hace sus memorias y comienzan a saltar sus personajes. Que se mezclan con nombres conocidos no importa; se viaja de un país a otro, se sale de la guerra o se recuerda la fauna reunida en un bar parisino, a un amigo, a  Millar o a Edith Piaff.
En las hijas de la memoria, súbitamente pasamos de un recuerdo a otro con la brevedad que merece un cuento, la brevedad que se ha elegido, círculos que se abren y cierran en una transfiguración de tiempo y espacio, de vida, se comienza con lo anecdótico de los apodos, de los días de refugio en el sótano de una librería, del coleccionar granadas, “encantadoras”. Sí, afuera está la guerra, y “desde la terraza de nuestro inmueble veíamos cómo se tejía la historia”. Una vida de burgués en medio de la Alejandría de la Segunda Guerra Mundial. Los tiempos no son buenos, y sin embargo se vive. Aquí no vale preguntarnos si las memorias de un artista han de llevarnos a la explicación de so obra. No. Decidimos leer a Moustaki como él mismo se ofrece, con “vértigo ante el espacio que me permite exponer en prosa aquello que hasta el momento limitaba a los versos de una canción. Como buen oriental perezoso, opté por estos pequeños  cuentos en desorden”.
Y el desorden nos lleva a saltar de un lugar a otro, de un recuerdo a los personajes de un bar, de la familia a las mujeres. Se comienza a sentir la presencia de Millar, de Tournier. Pronto se persigue al autor de los Trópicos hasta Norteamérica, se enmudece ante su presencia para recobrar después la amistad. Vida errante: el camaleón vuelve siempre a su color de París, entre esos seres inmundos u él también inmundo y seducido. Alcohol y drogas, donde la jeringa no tiene piedad. Adopta ese aire de utensilio inocente, su aire de esta allí para curar la depresión, el aburrimiento, la pesadez, el mal vivir. Está allí como un número de oro, una llave mágica, un sésamo óbreme paraísos insondables. Como un puñal discreto que atraviesa suavemente, que se insinúa y eyacula su delicioso veneno (¿se necesita decir heroína, cuerpos temblando?).
Siguiendo al camaleón, encontramos una apología de la noche, de la libertad. Se busca el sol Mediterráneo. Moustaki, eterno extranjero, en cualquier país se nacionaliza, se integra al paisaje con la despreocupación del ser de ahí, El siempre show-business con la guitarra, cambiando de barco. Y lo que parecía un brincoteo interminable, pronto se detiene en viajes de fama, canciones que dan vuelta al mundo, gozando de la compañía de la Piaff; se llega a Grecia o se vuelve a África, Brasil.  Fragmentos, mujeres. Se continúa escribiendo canciones, se pinta y se expone. Vuelve Miller.

Los intersticios de una vida de meticuloso desapego, desde una prosa tejida con los materiales de la poesía, se asoma el amor-fiesta con que Georges Moustaki se detiene frente al humo provocador y terco de los hombres, en una exhalación del tiempo.  El judío errante no siente necesidad de convencer ni de convencer, asociando ideas hace un desfiladero de risa y dolor, no espera nada y todo puede suceder.
Es una lástima que el libro esté plagado de erratas.  Es de lamentarse también que el comienzo irónico, de acto tránsfuga y hasta socarrón, termine en un entrever los show-business constantes con personajes que se fueron apagando y perdiendo la seducción de aquellos primeros amigos de Moustaki, de los que aprendió el desprendimiento de lo que hoy parece tedio cotidiano, vida contemporánea que nunca olvida el Tiempo, ese anciano insultante, como decía Baudelaire.