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La pantalla del erotismo

Luis Felipe Ortega
La Jornada Semanal, No.65
9 de septiembre, 1990
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Humberto Guzmán, Los buscadores de la dicha, Joaquín Mortiz, México, 1990.

Con Los buscadores de la dicha Humberto Guzmán vuelve sobre la melancolía que ya había perneado sus trabajos anteriores. En esta novela, la transparencia y la declarada búsqueda nos conducen a los extremos de la nada, hacía un erotismo que el personaje narrador conoce en una sala de cine y lo lleva a los sótanos de él mismo: al encuentro con el espectro en que se convierte cuando, después de haber conocido a la “mujer de los ojos garzos”, inicia una tarea de espionaje.
La experimentación que Humberto ha practicado constantemente en su narrativa, le permiten lograr una novela de lectura atractiva y sin complicaciones. A los ámbitos y lugares bien conocidos por la literatura (cine, calles oscuras y solitarias, la cortina de lluvia constante, callejones, antros, mugre), y de una Praga también explotada por los escritores. Humberto Guzmán somete lo anterior a un personaje y una trama que sostienen el recuerdo de lo breve; la dicha del cuerpo, el instante que hay que buscar. Con una ciudad como Praga, la caza del erotismo y la memoria que lo vuelve todo ella, llega hasta el absurdo, para dejar a los personajes solos, corriendo tras las sombras de ellos mismos: de noche bajo un puente o al lado del río; quien persigue también es perseguido por la policía, todo se aproxima a los recuerdos kafkianos.
Todo es lo mismo: el inicio. La soledad, la sombra de las calles. Nuestro personaje solitario camina largas horas por la ciudad hasta perderse en una sala de cines: película en blanco y negro (Faltaba más), la sala casi vacía, atrás una mujer que pronto lo lleva a la dicha, confusión en la semioscuridad y el estremecimiento de los cuerpos; ahí esta él saliéndose de sí mismo para descubrirse después como un recuerdo. Ella no lo reconocerá más, pero cada noche él la descubre y se encuentra al buscarla.
En Los buscadores de la dicha hay una ascendencia constante donde el otro permite el manejo de lo común hasta el absurdo, porque tal parece que sólo en el absurdo la nada tiene sentido y el erotismo, la melancolía y la memoria seducen al personaje en un tiempo que ya no existe. Todo se vuelve demasiado visible, ninguno de los dos personajes se puede ocultar del otro, y no es extraño que ella aparezca en el lugar que él busca, aun cuando no sea ella, aun cuando un hombre o un pelo ensortijado le traigan el recuerdo: mirarla es la felicidad y la dicha. Vuelven las imágenes: el cuerpo, siempre el cuerpo, el mínimo roce de los cuerpos es presencia infinita: es la memoria del cuerpo, el despliegue de la sombra.
Otra vez: no hay mayor peligro que buscar la dicha en el amor. No es lo dulzón, es la condición punzante en que el personaje sabe que su dicha está en que ella existe y que la puede ver como imagen cinematográfico. Entonces la nada… nada… trayecto de una imagen a otra.