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Imagen de fondo en negro / A la luz de una conversación

María Virginia Jaua
Untitled ( Against the truth of photography)
2022
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y escucho con mis ojos a los muertos.

Francisco de Quevedo

… y desde hace algún tiempo solo platico con ellos.


La frase encierra una verdad que va más allá de un gusto por la lectura. Esto es a lo que se refería Quevedo, cuando estuvo preso, en el verso del soneto citado. La época que vivimos se ha vuelto poco propicia para la lectura y para la conversación. Actividades que requieren de, al menos, dos elementos que se nos escatima: tiempo y capacidad de escucha. De ahí que el diálogo –como verdadero intercambio– se produzca casi solo con los que se supone ya no están entre nosotros, pero que paradójicamente son quienes están más dispuestos a la entrega que requiere el arte de la conversación. Son los muertos quienes nos esperan y nos ofrecen el silencio necesario, tanto para escucharlos, como para responderles en los libros que nos han legado.

De ahí que el primer deseo de contestar el ensayo Contra la verdad de la fotografía, del querido Sergio González Rodríguez, surja de mantener con él una suerte de diálogo que no tuvimos en vida. Aunque varias veces platicamos, lamento no haber conversado, por ejemplo, acerca de la fotografía y de su evolución técnica, desde una amplia y profunda perspectiva filosófica, o sobre la obra de un amigo en común, el artista Luis Felipe Ortega.

Por ese motivo, lo haré aquí.

Aunque la muerte de las personas queridas constituye una ruptura y una pérdida irreparables, a veces, como por milagro, se nos brinda la posibilidad de continuar –por la vía del duelo– una conversación con el ausente. El duelo, como todo lo que vale la pena en la vida, conlleva un trabajo. Un empeño arduo y a veces dulce, que labora sobre la imposible posibilidad de conciliar por un momento la vida y la muerte en la escritura (o en la fotografía).

Digamos que, gracias a la generosidad de Luis Felipe, la conversación con Sergio se puede producir aquí; de modo que este texto sea un trabajo de duelo, que nos ofrezca el milagro de un intercambio con sus ideas, como el lúcido ensayista que fue, pero también con el amigo atento a contribuir con el trabajo y las reflexiones de otros.

Gracias a esa generosidad, que se despliega en la amistad y en el intercambio intelectual, en este libro se nos hace la entrega de un ensayo inédito, hasta ahora, de Sergio González Rodríguez, junto con unas obras de Luis Felipe Ortega. Pero la respuesta a la “ofrenda” no podría cobrar otra forma que la de un imposible encuentro entre los tres, o entre varios, si incluyo a otros interlocutores, los pensadores que he leído y que siempre me acompañan.

En Contra la verdad de la fotografía, Sergio González Rodríguez hace un recorrido sorprendente por la historia del género fotográfico, o mejor, de ese lenguaje. Digo sorprendente por su capacidad de capturar en tan poco espacio y de manera tan eficaz el desarrollo técnico de la reproducción de las imágenes, así como el de las cuestiones éticas y estéticas que nos ha planteado a lo largo de su despliegue y evolución.

El ojo de Sergio no falla. Identifica de inmediato, citando a Barthes, el punctum. Y este punctum, para él, es el que relaciona a la fotografía con la construcción de una verdad. Es decir, que su planteamiento discurre en cómo ella atraviesa la historia como documento, pero también como obra, como ficción, como subjetividad que no remite a ninguna supuesta verdad objetiva. Incluso poniéndola en entredicho. De haber leído su texto cuando aún estaba entre nosotros, me habría hecho comenzar esta conversación invitándolo a desarrollar un problema que socava los principios de una gran parte de su trabajo como periodista, que tan bien desempeñó.

Sonrío mientras escribo, porque imagino a Sergio haciendo ese gesto suyo de llevar los hombros y la espalda hacia atrás, revolverse un poco en el asiento, mientras toma simultáneamente la esquina exterior de sus lentes para ajustar “su punto de visión”, antes de dar una respuesta, que podría ser que la fotografía siempre está entre el ser y no ser del tiempo, al igual que la del escritor al dar cuenta de las realidades que busca comunicar. ¡Quién sabe! Es posible que contestara otra cosa, pero estoy segura de que me haría descubrir maneras distintas de acercarme al objeto de la reflexión. Incluso, apuesto a que expondría sin pudor las grietas de sus certezas.

Lo que más le podría interesar de la fotografía es lo mismo que nos interesa a Luis Felipe Ortega y a mí. Se trata del carácter filosófico y de su capacidad para seguir planteándonos problemas en el terreno ontológico de lo simbólico.

Como estamos en el libre desarrollo de la escritura, digamos que ahora nos asomamos juntos a las obras de Luis Felipe Ortega. Imagino que Sergio ha venido conmigo a verlas en el estudio de la Roma Norte. Hace un día precioso. Es el inicio del otoño y, como ha llovido copiosamente durante los últimos meses, la ciudad respira, por lo que los árboles y las personas nos sentimos agradecidos por esa transparencia y esa nitidez.

Las piezas son de gran formato: 150 x 100. Hay que manipularlas con extremo cuidado. Debido a que no hay nadie de los que trabajan en el taller, me pongo unos guantes blancos y ayudo a Luis Felipe en el proceso de sacarlas y disponerlas en la mesa para que Sergio, subido a una escalera, pueda contemplarlas con la distancia necesaria. Después de él, me subo con el mismo fin: ver, observar, dejar que aquellas impresiones me atraviesen.

Ahora, mientras escribo, pienso que la lectura de estas obras podría comenzar en donde el texto de Sergio termina, en esas quince tesis con las que cierra su paseo por los textos canónicos que se han escrito al respecto. Suscribo cada una de ellas y le digo al oído: ¡qué oportuno y qué suerte! Agradeciéndole el esfuerzo que ha hecho para que podamos ir directo al encuentro.

Estamos frente a una selección de imágenes que podríamos reunir bajo la categoría de paisaje: un iceberg cercano a las montañas por las que se empieza a descubrir el Polo Sur; las ramas desnudas de un árbol; una captura en movimiento de una de las porterías de una cancha llanera de fútbol; una ola deshecha entre las piedras; un mar ondulante con algo de luz brillando a la izquierda; otro mar ondulante un poco más oscuro; otro más con la toma más cerrada y un último mar casi completamente en negro, pero que a pesar de su oscuridad es diferente a los demás, por ser una toma más abierta que incorpora el horizonte.

Estas obras están hechas con la técnica de la piezografía, la cual, nos explica Luis Felipe, posee la singularidad de estar impresa en un papel de algodón en la que se utilizan pigmentos naturales en lugar de tintas. Esto les da un carácter distinto, acerca la foto a la pintura. Además, están intervenidas a mano con una serie de líneas trazadas con pintura acrílica. Se percibe que es un trabajo extremadamente minucioso, que conlleva una enorme dedicación temporal y una concentración casi zen. Las líneas son de color negro, salvo en una, la del árbol cuyo trazado es en color rojo.

Aquí se plantean cuestiones que no han sido abordadas en el texto de Sergio, ya que él se remite estrictamente a lo fotográfico. Esto nos entusiasma y nos invita a expandir la reflexión. Pienso que en la concepción de estas piezas de Luis Felipe la adición del negro en las imágenes, sobre todo en las de los mares oscuros, además de oscurecerlas y de hacernos preguntas acerca de la visualidad, remite a la historia reciente de la pintura, y en especial a la de ese color, escrita primero por las investigaciones de Malevitch dentro del suprematismo, de 1912 a 1920; luego por los teóricos del movimiento De Stijl, de 1920 a 1930; y más tarde por Pierre Soulages en el periodo de 1975 a 1980, en el que incursiona en lo que él mismo llamó “ultranegro” y que marca un desbordamiento.

Por motivos de economía y de programa, me quedaré con Malevitch.

En el lúcido –y enigmático– texto Suprematismo (de 1920), el pintor ruso señala que durante sus investigaciones descubre que éste funciona como una máquina, que tiene la función de un ir más allá que le permita al ser fundirse con la naturaleza de la creación. La serie de cuadrados no tiene un fin estético, sino económico y metafísico, el de construir mundo. Esos tres cuadros (negro, rojo y blanco) funcionan como una torre, desde la cual el pintor se asoma para vislumbrar y mostrar el futuro. En sus propias palabras nos dice: “Los tres cuadrados suprematistas son la expresión de ciertas visiones y construcciones del mundo”.

Aquí debemos hacer una pausa. Porque la ambición del proyecto suprematista enlaza con ciertas reflexiones ontológicas acerca de la verdad del ser en fotografía. O lo que Derrida, siguiendo a Heidegger, llama Aletheia. Es decir, su desocultamiento. Aunque, como señala Sergio en sus reflexiones, la fotografía no es verdad, pero tampoco mentira: toda fotografía es una alegoría de la verdad. En ella radica su eterno oscilar como “metáfora fundadora, no solo en tanto que metáfora fotológica –y a este respecto toda la historia de la filosofía sería una fotología, nombre que se le da a la historia o al tratado de la luz–, sino en tanto que metáfora: la metáfora en general, paso de un ente a otro, o de un significado a otro”.

Dar el nombre de Aletheia al silencio de la fotografía significa encontrar la manera de pensar a través de la “metáfora de la sombra y de la luz (del mostrarse y esconderse)”, que es la “metáfora fundadora de la filosofía occidental como metafísica”, que enmarca el cuadrado de Malevitch. Aletheia establece una tensión entre el ser y el no ser, que en estas piezografías se rinde al impulso iconoclasta del fundido a negro, al incorporar las líneas de pintura negra, que indaga en el proceso de “desiluminación”. Un proceso opuesto al del programa filosófico, pero recordemos también que dentro de la búsqueda de la claridad es en lo más oscuro donde surge la luz.

Le comento a Sergio esto, que en estas piezas de Luis Felipe hay una voluntad de oscurecer las imágenes por medio de la pintura. Y le pregunto si le parece que este impulso iconoclasta coincide de alguna forma con Malevitch y con el programa de laborar y deconstruir el propio mecanismo óptico y metafísico de alcanzar, atrapar, capturar la luz.

A veces basta con dejar flotar la pregunta en el aire, sin apurar ni exigir ninguna respuesta…

Porque de inmediato surge otra: ¿se trata de una intervención dentro de las lógicas de la pintura o del dibujo? –Fíjate bien, Sergio. Las líneas de pintura acrílica que atraviesan las fotografías están más cerca del gesto del dibujante y en esto también hay una correspondencia con Malevitch cuando, refiriéndose una vez más a sus cuadrados, señala: “esta es mi principal obra, ahora ya no con un pincel, sino con una pluma. El pincel no consigue tanto como el bolígrafo. El pincel es difuso y no alcanza los impulsos del cerebro, mientras que la pluma es más nítida”.

Aunque en principio aquí parezca que se busca el ocultamiento de la imagen, lo que se persigue es una cierta nitidez. Ya que, al oscurecerla, contra la verdad del negro se perfila con mayor detalle el misterio de la visión y, en consecuencia, de la ceguera. La imagen se nos regresa como un gesto trazado por la mano del ciego derridiano.

Al pasar por las artes fotográficas, pictóricas o del dibujo, la conversación con Derrida nos lleva a pensar que los sesgos de Aletheia convierten el funcionamiento metafórico –metáfora filosófica y del dispositivo óptico– en un cuerpo de signos que trabaja y es trabajado en todos sus puntos: son los signos de la inminencia de la lengua en el ejercicio de escritura y de la instantánea fotográfica ocupada en “sorprender el instante de esa inminencia”. Es decir, se trata de una cuestión de arte, una cuestión de retórica: literaria y fotográfica. Como el movimiento y la congelación de la imagen: por ejemplo, la fotografía movida que deja el ojo y la frase en una indecidible interpretación de un efecto.

Esa indecidibilidad también aparece en los Sin título que datan y nombran las piezas: (Ushuaia), (sobre la noción del tiempo en Mishima), (sobre la noción del tiempo en Borges), (sobre la noción del tiempo en Guimarães Rosa), (sobre la noción del tiempo en Arthur Bispo do Rosário), (sobre la noción del tiempo en Kawabata), (sobre la noción del tiempo en Céline), (sobre la noción del tiempo en Kafka).

Derrida escribe que “la fotografía marca una fecha” y aclara que no se trata solo de la que Barthes designa como “el-haber-estado-ahí” del sujeto que atestigua. Me gusta pensar que se trata de la fecha, cada vez única, de nuestro nacimiento en el arte; es la fecha única, en que da a luz al entregar los nombres; la fecha, cada vez única, en que, al escribir, se da a luz en la noche fotográfica.

Noche que se perfila a la luz negra del día que nos enceguece.

A la mañana siguiente el recuerdo me visita en un sueño, como si estuviéramos muertos los dos, los tres, también el fotógrafo-dibujante, o los cuatro, si cuento al filósofo. Nos hemos ido todos después de haber dicho la verdad.

Lo que está en juego ahora no es hacer de la imagen la Metáfora de Aletheia, sino en hacer del texto el lugar de su Metaphrasis. Es decir, deconstruir lo que podría ser del orden de la demostración o del testimonio y dar el relevo, la prueba (fotográfica y escritural). Se trata de dar un cuerpo sensible a la imposible traducción de las imágenes en palabras.

El más mínimo deseo de imagen con fondo de muerte: es la escena que comienza Aletheia junto con “nosotros”: Malevitch, Derrida, Sergio, Luis Felipe, yo y los otros, siempre, como si estuviéramos muertos. “Nos debemos a la muerte”, dice el filósofo, donde en última instancia el texto se encamina del abismo de la sentencia a la imposible traducción, que es otro nombre para el imposible encuentro.

Y quién podría asegurar que nuestro amigo Sergio no ha estado aquí haciendo la lectura de las obras de Luis Felipe Ortega o yo allí, con él, desde un lugar y un tiempo suspendido, en el que me acerco y le digo al oído: “estamos muertos”. Frase imposible. Estamos muertos aquí –una fluctuación– los dos, los tres, todos. Lo que le sucede a él, espectador-voyeur, (y a nosotros) es la muerte fotográfica, de una tiniebla a otra, con imagen de fondo en negro.