Encalladeros
“Si trazas un camino, ¡cuidado!, te costará trabajo volver a campo abierto.” (1)
Ser invitado por un artista a escribir sobre su trabajo equivale con frecuencia a dar rienda suelta al propio narcisismo. Si el creador en cuestión se reconoce gracias a lo que el texto revela, si lo que el escrito refleja queda al gusto del pretexto, el artista plástico ve su intuición recompensada y al escritor satisfecho de su oportuno exhibicionismo.
Presa de la miopía desde los albores de mi adolescencia, y una vez superada la congoja ante la idea de que los lentes habrían de ser en adelante prótesis inseparable de lo cotidiano, decidí convertir esa ingrata condición en una ventaja. Así, aprendí a sacar partido de las dos visiones del mundo a las que mi defecto me daba acceso: la primera de ellas es nítida, en virtud de la transformación en vidrio del sílice contenido en la arena; la segunda, que hunde todo objeto distante en una enigmática borrosidad, otorga a mi mirada la capacidad de aislar parte de lo próximo y sus precisos contornos de una lejanía turbia a más no poder.
Primera parte del retablo videográfico propuesto por Luis Felipe Ortega, Solar –filmado en blanco y negro y fechado en 2009– abre con imágenes sin enfocar. Unas siluetas andan por el campo cual si buscasen algo por el suelo. El grupo se instala luego en una camioneta estacionada cerca de un árbol. Visto por el cristal trasero del vehículo ahora en movimiento, el sol a punto de hundirse en el horizonte cierra la primera secuencia. Un nuevo horizonte inaugura la siguiente. En ella, el agua de un océano no identificado despide sus destellos y abarca prácticamente los dos tercios inferiores de la pantalla. El tercio superior lo ocupa un cielo nublado, campechanamente atravesado de lado a lado y de izquierda a derecha por un pelícano. La presunta búsqueda a la que asistimos durante la secuencia campestre prosigue de manera más explícita a orillas del mar, sur la grève, (2) y podría tener esta vez por objeto simples conchas y caracoles (tengo mi propia hipótesis en cuanto al objeto de la búsqueda anterior pero, en la duda, prefiero callar). Nótese que los personajes se mueven en cámara lenta, efecto que brinda la ilusión, oh cuán agradable, voluptuosa y algodonosa, de darle tiempo al tiempo, de detener un poco su fuga ineluctable. Durante los casi cinco minutos siguientes, de espaldas al océano, la cámara graba desde la orilla a dos individuos que caminan sobre las dunas, amenazados por un enorme gato angora de pelaje desgreñado. En efecto, una forma vegetal obscura destaca sobre un fondo arenoso de color claro, y no logro esta vez guardar para mis adentros la impresión de estar viendo a un felino que esa mancha me produce. La música que se escucha al final de esta parte trae a mi memoria el adagietto de la quinta sinfonía de Gustav Mahler elegido por Luchino Visconti en 1971 para acompañar la muerte de Dirk Bogarde, alias Gustav von Aschenbach, en otra playa, la del Lido en Venecia. Resulta obvio que esa reminiscencia surge de la unidad de lugar de las dos escenas antes que de la semejanza de las melodías, bastante diferentes entre sí: una es tenue mientras que la otra expresa de manera conmovedora el trágico término de una búsqueda amorosa. Ambas coinciden sin embargo en cierto elogio de la lentitud.
Recurriendo a la posibilidad de pixelización que ofrece la imagen digital, Ortega escamotea sin prisa esa escena. Una vez recobrada la definición, el episodio a orillas del mar cierra con tres cuadros sucesivos. En el primero de ellos, la cámara sigue el vuelo en línea de tres pelícanos que se mueven de izquierda a derecha. Una conversación en español acompaña el lento movimiento de rotación de la cámara. Los dos cuadros siguientes son planos fijos: uno saturado de peñascos sobre cuya cima se desprende una silueta de pie; otro que revela la índole granítica de la costa, dejando entrever en el fondo la línea de horizonte que separa el océano del cielo azul. La roca es idéntica a la que bordea el litoral bretón.
La pantalla pixelizada una vez más nos impele después hacia una atmósfera totalmente distinta: una fábrica de hilo de algodón. Allí permaneceremos cerca de cinco minutos, durante los cuales la cámara habrá sucesivamente de detenerse sobre el rostro enmascarado de un obrero que se protege la boca y los ojos, grabar el ballet mecánico de las máquinas de hilado, seguir finalmente en cámara lenta los gestos –que gracias a esa lentitud se perciben como suaves e inclusive sensuales– de un obrero que controla la calidad del hilo obtenido.
Grève es en francés un término polisémico. Aprovecho aquí la oportunidad que me brinda una fábrica de algodón para develar su otro sentido: antaño, cuando los obreros suspendían labores para protestar contra una injusticia, defender sus derechos o reivindicar mejoras a su condición, se iban a la Place de Grève, frente al ayuntamiento de París, a orillas del río Sena. Desde principios del siglo XIX, être en grève significa “hacer huelga”. (3) Se llama luditas a los acondicionadores de paño, los tejedores de algodón y otros obreros del telar que, a principios del siglo XIX en Inglaterra, vieron en la mecanización de su oficio una amenaza contra su fuente de trabajo. Al destruir sus telares, los luditas inauguraron las luchas sociales de una era industrial naciente. La huelga habría de convertirse más tarde en el principal medio de presión utilizado por la clase obrera.
No hay por qué sorprenderse de que Luis Felipe Ortega pase por una hilandería de algodón cuando se sabe que su interés hacia ese material data de su Ocupación del cubo de la Sala de Arte Público Siqueiros, en 2004. Algodón y artista vuelven a colaborar en Before the Horizon (2006-2008), Trama Arriba (2008), Atarraya (2008), Desayuno para Dino Campana (2009) y durante la presentación del mismo video, Solar, en una sala de conferencias en 2009.
La excelente, intrigante y sorprendente banda sonora con la que Israel Martínez realza las imágenes de Luis Felipe Ortega recurre a menudo al fundido encadenado. Así, mientras la definición de la imagen va paulatinamente en aumento para hacernos descubrir la hilandería, el ruido de las máquinas se ha insinuado ya en nuestros oídos, siendo que la música que corría durante los tres últimos cuadros a orillas del mar seguía sin abandonarlos del todo. De esa misma manera, el ruido del avión de reacción y los fragmentos de conversación entre el personal de cabina y la torre de control se mezclan ya con el ritmo de las máquinas de la fábrica de algodón, cuando los gestos lentos y precisos del obrero empiezan apenas a pixelizarse. Transcurre más de un minuto durante el cual la pantalla permanece lluviosa antes de que logremos identificar el lugar de la escena siguiente. Dando marcha atrás al aterrizaje de un avión filmado desde su puesto de pilotaje, Luis Felipe Ortega transforma lo que en realidad fue un fin de vuelo al caer la noche en una especie de retrodespegue. Las luces de la pista van alejándose y en cuanto el avión deja el suelo el silencio se instala durante unos instantes, en lo que el aparato cobra altura y atraviesa la capa de nubes. Una última interferencia nos devuelve al escenario inicial, y luego a la misma playa de arena. Huellas de pasos recorren ahora la “duna del gato” y se escucha un ruido de agua viva entremezclada con fragmentos de una conversación a todas luces tomada de una estación de radio británica. Un personaje está sentado frente al mar mientras otro individuo se aleja: he ahí la última imagen de Solar, que cierra tras veinticinco minutos y diez segundos, cuando el caminante sale de cuadro por la izquierda.
“¡Gata amada! ¡Donde quiera que estés, que tu alma halle la paz!” (4)
Resumamos: imágenes difusas, cámara lenta casi permanente, un aterrizaje que simula un despegue, pocas transiciones para las que basta con pasar por una pantalla negra, a no ser por la sucesión de los tres cuadros del litoral. En su mayoría, los cambios de atmósfera operan mediante una pixelización más o menos prolongada de la imagen. Un fragmento de conversación en español y un trozo de programa radiofónico inglés consituyen las únicas palabras audibles: no hay ninguna voz en off, como sí ocurre en los ensayos fílmicos de Chris Marker, inventor del género en 1962 con La jetée. Así pues, de manera casi exclusiva, imágenes sugestivas, realzadas por una banda sonora enigmática, aunque por lo general sintética e inclusive melódica llegado el caso. Un único sonido natural: el ruido del agua viva que, casi al final, acompaña el retorno hacia el arenal. El anonimato de los personajes es preservado y el único rostro en primer plano aparece enmascarado. Las siluetas, rara vez inmóviles, son casi siempre filmadas desde lejos. Atraviesan o habitan la pantalla sin derroche de movimientos, movimientos por cierto restituidos siempre en cámara lenta. La grabación de los gestos y más particularmente de las manos del obrero encargado del control de calidad constituye quizá el único momento realmente cálido de Solar. Cabe subrayar el contraste obtenido por el tránsito abrupto de un entorno mineral a dos universos mecánicos. ¿Solar como metáfora del paraíso perdido y luego recobrado? ¿Variación sobre el tema del eterno retorno?
Terminado el mismo año que Solar, Macapule transcurre esencialmente en Patagonia. El Perito Moreno, situado en las inmediaciones de El Calafate en Argentina, así como el Parque Nacional de Torres del Paine –con, entre otras, algunas imágenes del Lago Grey, no lejos de Puerto Natalés– en Chile, constituyen el tema principal de Macapule. Rodado primordialmente a colores, Macapule deja sin embargo ver algunas imágenes de montañas nevadas en blanco y negro, así como una escena a orillas del agua, escena en la que una muchacha filmada de espaldas se dirige acompasadamente, cámara lenta obliga, hacia cinco personas reunidas más abajo.
“Me gusta
Me gusta mirar a las muchachas que andan por la playa
Balanceando las caderas” (5)
De esta grandiosa y auténtica sinfonía de imágenes dedicada a la naturaleza y, más particularmente, a su reino mineral en el que roca, agua y hielo señorean, me gustaría enfatizar dos acontecimientos. El primero es más bien un no acontecimiento en sí mismo o, mejor dicho, nos brinda los restos entrópicos de una serie de acontecimientos pasados: consiste en un plano fijo de un ensamblaje de madera sobre pilotes en lamentable estado. Recuerdo haber visto otros semejantes, maltrechos por los ciclones, en la isla de Holbox, en el extremo norte de la península de Yucatán. La vista de ese altar con los pies en el agua y rematado por dos cruces yuxtapuestas trae otro recuerdo a mi memoria: de paso por San Andrés Cohamiata, en la Sierra Madre Occidental, penetré en la capilla más sobria que hubiese tenido oportunidad de visitar hasta entonces y noté de inmediato dos cruces prácticamente idénticas, colgadas una junto a la otra. Curioso por conocer el significado de ese tartamudeo, pedí explicaciones a un autóctono, quien me aclaró que una cruz estaba destinada a las mujeres, mientras que la otra estaba al servicio de los varones.
“Una experiencia es siempre una ficción; es algo que se fabrica para uno mismo, que no existe antes y que existirá luego”. (6)
Me resulta tanto más agradable subrayar el segundo acontecimiento de Macapule que tuve la oportunidad de pasar por esa fascinante y cautivadora Patagonia en abril de 1997. Lo que me queda de aquella experiencia, o digamos incluso el ahora recuerdo que de ella conservo, es naturalmente distinto de lo que Luis Felipe Ortega nos entrega. Desde un mirador previsto a tal efecto, observar la punta del Perito Moreno, gigantesco glaciar del sur de Argentina, es un espectáculo cuyo ingrediente casi exclusivo es la espera. ¿Qué espera uno? Uno finca su esperanza en la caída de columnas de hielo que llegan a alcanzar el tamaño de edificios de veinte a cuarenta pisos, dependiendo de los caprichos de la naturaleza. El Perito Moreno, como todos los glaciares, avanza imperturbablemente. Su desplazamiento, no perceptible a ojos vistas, tiene como inevitable consecuencia el que tarde o temprano se desprendan altas torres de hielo de azulados reflejos. Un largo crujido, cual materia que se desgarra, seguido de un sonido grave, profundo y rápidamente sofocado, rompen de súbito el silencio, mientras impresionantes chorros de agua mezclada con hielo acompañan el desmoronamiento.
Luis Felipe Ortega no se quedó con uno de esos microcataclismos. Tras seis minutos y dieciséis segundos de película, una imagen iluminada de modo estroboscópico toma posesión de la pantalla durante unas cuantas décimas de segundo. Lo que Ortega restituye, en una sorprendente vista sincopada, es un colorido grupo de turistas bien abrigados, aglutinados en el mirador. Esa misma escena, proyectada esta vez durante cerca de veinticinco segundos, cierra los casi once minutos que duraMacapule. Citemos a título indicativo la instalación Km 96 realizada por Ortega en 2002, donde se nos ofrecía asistir en lo más hondo del arbolado remolque de un camión a la proyección de un bosque epiléptico. La luz estroboscópica que irradiaba a intervalos irregulares una selva de Yucatán filmada de noche se debía en aquel caso a relámpagos naturales. El penetrante olor a pino despedido por la madera que tapizaba el interior del remolque, así como el sonido directo de una selva tropical durante una noche de tormenta, recreaban de manera sobrecogedora la experiencia vivida por el artista durante la grabación de aquella escena.
Si Solar fue objeto de un montaje relativamente clásico, ¿qué decir del de Macapule? En Solar se cambia tres veces de entorno. Se vuelve a ciertos lugares siguiendo una narración descifrable o, al menos, imaginable. Solar funciona por ciclos mientras que Macapule recurre mucho más a la técnica del collage. Macapule es una yuxtaposición de cuadros o de tarjetas postales relativamente estáticas de la que la idea del tiempo, de su paso o de su fluir, ha sido evacuada. Por el contrario, enSolar opera una sucesión, una progresión temporal que pone en perspectiva un antes y un después aun cuando el antes al cabo del ciclo siempre repetido se convierte en un después y aun cuando el retrodespegue de la aeronave sugiere que el primero podría substituir al segundo y viceversa. Los dos momentos estroboscópicos de Macapule hacen las veces de insertos por no decir de intrusos, tal como lo son a la postre los visitantes de lugares como el Perito Moreno, donde la participación se limita por lo general al voyeurismo, de tan alto grado de desmesura que alcanza el espectáculo, ante el cual la escala humana, tanto espacial como temporal, parece irrisoria.
Xiriah, tercera parte de este tríptico, data de 2010. Ortega nos invita en esta ocasión a acompañarlo en su búsqueda de una composición ideal. ¿Qué encuadre adoptar para fijar en una imagen singular una edificación, un faro y los vestigios de una construcción difuminada por el tiempo, a saber, una obra de albañilería erigida y conservada allí sin ton ni son? Xiriah dura diez minutos y quince segundos. Las tres cuartas partes de ese tiempo habrán de estar dedicadas a enfocar la imagen, tanto en lo que atañe a la elección del encuadre como al ajuste de la distancia focal. Al cabo de un movimiento de rotación de la cámara de izquierda a derecha, Ortega va a aislar los tres elementos arquitectónicos en torno a los cuales habrá de efectuar poco a poco su enfoque, y el faro ocupa entonces el centro del cuadro. Tras un breve paso por una imagen en la que cada uno de los motivos se verá desdoblado cual si la cámara bizqueara, Ortega hace un zoom hacia adelante. Xiriah se cierra con la vista del faro perfectamente enfocado y ahora solo en la pantalla. Luis Felipe Ortega visita en dos ocasiones Guerrero Negro, en Baja California. La primera vez data de 1985. Aquella vez no toma imagen alguna. El faro todavía está en funcionamiento y sirve esencialmente para guiar a los navíos que vienen a cargar la sal producida no lejos de allí; Japón es su principal destino. Cuando Ortega vuelve en 2007, el faro está abandonado. Sans soleil de Chris Marker, fechado en 1982, es un vaivén entre el país del Sol naciente y África. Marker filma entre otros un faro situado en el Sahel, en el extremo sur de la isla de Sal, una de las islas de Cabo Verde. Por el comentario nos enteramos de que aquel faro era por entonces uno de los últimos que funcionaban con petróleo. No puedo evitar establecer paralelismos entre las maneras que tienen Ortega y Marker de hacer y montar video. Veo en Solar, Macapule y Xiriah, tres ensayos filmados sin voz en off, mudos por así decirlo, tres propuestas de imágenes sin comentario alguno en los que tanto el significado de los motivos como sus encadenamientos son de cierto modo libres, cual si se dejasen a la discreción del espectador.
“Le gustaba la fragilidad de esos instantes suspendidos, esos recuerdos que no habían servido para nada. Tan sólo para dejar, justamente, recuerdos. Escribía: ‘Tras unas cuantas vueltas al mundo, sólo la banalidad me interesa todavía. La he rastreado durante este viaje con el encarnizamiento de un cazador de recompensas’”. (7)
Entre 1959 y 1964, Jean-Pierre Abraham fue guardián del faro de Armen, uno de los faros más expuestos de la costa de Bretaña, ubicado cerca de la isla de Sein en el Finisterre francés. Dejó constancia de aquel periodo austero de su vida en un notable relato poético que lleva por título Armen. El mal tiempo llegaba en ocasiones a separarlo del resto del mundo durante días enteros. “Hay palabras que arden de pronto durante la noche. Por la mañana, a menudo, me las encuentro reducidas a cenizas. ¿Qué palabras hay que inventar, que ardan en llamas cada vez que uno las mire?” (8)
De la serie Seis ensayos… a propósito de Calvino, 1998-1999.
Diez formas de olvidar a Gilles Deleuze, 2000.
Desayuno para Dino Campana, 2009.
Sin título (Del intercambio de notas entre Kawabata y Mishima), 2009.
Sin título (De lo que no contó Celine en su viaje al fondo de la noche), 2009.
La lista anterior reúne obras escultóricas, fotográficas o gráficas de Luis Felipe Ortega que hacen directamente referencia, así sea tan sólo mediante su título, a hombres de letras. Sirva tal relación como fundamento para proponer aquí, a manera de conclusión, un tríptico literario cuyo primer término sería un texto de Honoré de Balzac fechado el 20 de noviembre de 1834. En él, Balzac cuenta la historia de Cambremer, marino y pescador bretón de Croisic, cuyo hijo único lleva una vida de desenfreno. Cuando éste comete un robo de más, Cambremer lo mata. Unos ocho días después del drama, su mujer muere de pena. El hombre se retira en una cueva frente al océano.
“Su mirada, rápida como la llama de un cañón, salió de sus dos ojos ensangrentados, y su inmovilidad estoica sólo podía compararse con la inalterable actitud de las pilas graníticas que lo rodeaban. Sus ojos se movieron lentamente y su cuerpo permaneció fijo, cual si hubiese estado petrificado; luego, habiéndonos echado un vistazo que nos impactó violentamente, volvió de nuevo la mirada hacia el ancho océano.” (9)
Himno al mar es la primera poesía publicada por Jorge Luis Borges, el 31 de diciembre de 1919, en la revista Grecia.
“Repechando colinas arenosas, habían llegado al laberinto. Éste, de cerca, les pareció una derecha y casi interminable pared, de ladrillos sin revocar, apenas más alta que un hombre. Dunraven dijo que tenía la forma de un círculo, pero tan dilatada era su área que no se percibía la curvatura. Unwin recordó a Nicolás de Cusa, para quien toda línea recta es el arco de un círculo infinito...” (10) Abenjacán el Bojarí teme la venganza de su primo Zaid, al que traicionó y robó. Busca refugio en las costas de Cornwall, donde manda construir cerca del puerto de Pentreath un inmenso laberinto desde cuya cámara central, construida en lo alto, observa el Océano de donde le llegará la muerte. Pese a lo explícito de su título, el cuento de Jorge Luis Borges cierra con un enigma irresoluble: ¿quién de los dos, Zaid o Abenjacán el Bojarí, es hallado muerto un día, con la cara destrozada?
La vida tranquila de Marguerite Duras cuenta la historia de Francine Veyrenattes, alias Françou, cuya frialdad ante la muerte resulta desconcertante. La indiferencia que muestra cuando asiste desde la orilla al ahogamiento de un hombre linda lo sublime. La escritura de Duras traduce en palabras sencillas y de manera incomparable la univocidad del tiempo que pasa. “El mar estaba bastante fuerte y muy pronto no vi nada del hombre, ni su cráneo negro ni sus pies. Pude seguirlos con los ojos un pequeño momento mientras avanzaba valientemente hacia alta mar. Después, nada más.
Hacía bastante calor para quedarse tranquila bajo el sol. Me eché de costado frente al mar, con la cabeza apoyada en el codo. Cuando ya no vi al hombre, dejé caer la cabeza. Así veía mejor el mar. Parecía más verde. No sabía qué hacer y apoyé la oreja bien plana sobre la arena para escuchar algo. No se oye nada sobre la arena, se choca con un silencio cerrado. Sobre la tierra se debe oír roer a los animales y estallar las raíces. Sobre la arena, nada.
Las olas llegaban en hileras regulares a flor de mis ojos. Sempiternamente, llegaban. Sólo las veía a ellas, a las olas. Pronto eran mi respiración, los latidos de mi sangre. Visitaban mi pecho y me dejaban, al retirarse, vacía y sonora como un circo. El pequeño faro a la izquierda estaba apagado y ya no veía las rocas ni las casas. Ya no tenía padres ni lugar al que volver, ni esperaba nada. Por primera vez no pensaba más en Nicolás. Estaba bien.
No había nadie en la playa. Nadie más que yo había visto al hombre ahogarse.
Sobre el mar había una luz muy suave. El mar subía. El sol ahora no era tan cálido. La noche iba a llegar como un acontecimiento y yo la esperaba. Iba a llegar con su cortejo de estrellas y de lunas en una cabalgata inmóvil por encima del mar.
Cuando oscureció creí volver a ver el recuerdo de la pequeña huella negra de la risa del hombre cerca de mí. Le imaginaba: había entrado en el mar muy lentamente, recto y desplegado con la suntuosidad inmóvil del alga. Había pasado en unos minutos de la extrema prisa a la extrema lentitud.
Hubo un momento de gran oscuridad. El mar era de tinta y hacía frío.
Volví al hotel.” (11)
Tanto los personajes de ficción de este tríptico literario como los seres reales que Ortega filma en Solar en algún sitio a orillas del océano, o mientras observan el mar de hielo del Perito Moreno en Macapule, cuando no se trata de Ortega mismo detrás de su cámara en Xiriah, todos sin excepción encaran al mar, todos fijan con la mirada, escudriñan e interrogan la inmensidad. Los movimientos de cámara de por sí lentos en el momento de captar la escena se vuelven aún más pausados durante el montaje. Acariciando el paisaje con su objetivo cual un pintor acaricia el lienzo, Ortega aplica pinceladas firmes y delicadas para crear atmósferas y seducir nuestra mirada. Se da y nos da tiempo para ver ciertas cosas más allá del simple acto de mirar.
Luis Felipe Ortega practica el video a la manera de un pintor, y el arte con filosofía.
“Hace tiempo se sabe que el papel de la filosofía no consiste en descubrir lo que está oculto, sino en hacer visible aquello que precisamente es visible, es decir, en hacer aparecer aquello que justamente no percibimos de tan cercano, tan inmediato, tan íntimamente ligado que está a nosotros mismos.” (12)
Michel Blancsubé
Ciudad de México, junio de 2010
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- Henri Michaux (Namur, 24 de mayo de 1899 – París, 18 de octubre de 1984), Poteaux d’angle (Postes angulares), Éditions Gallimard, París, 1981: 13.
- En francés, el término “grève” designa inicialmente las fajas de arena a orillas del mar o de un río que hasta principios del siglo XX aún no eran llamadas “playas”. Véase, de Jean Grenier (Paris, 6 de febrero de 1898 – Dreux, 5 de marzo de 1971), Les grèves, Éditions Gallimard, París, 1957.
- En la Place de Grève solían reunirse los trabajadores desocupados en espera de ser contratados. Más adelante, esa plaza se convirtió en lugar de reunión de los huelguistas; desde entonces, grève significa “huelga”.
- Chris Marker (Neuilly-sur-Seine, 29 de julio de 1921). Plegaria dicha en Japón a la gata Tora. Sans soleil, Argos Films, 1982.
- Patrick Coutin (Túnez, 21 de marzo de 1952), J’aime… regarder les filles, 1981.
- Michel Foucault (Poitiers, 15 de octubre de 1926 – París, 25 de junio de 1984), Conversazione con Michel Foucault, entrevista con Duccio Trombadori en París, a finales de 1978. Inicialmente publicada en Il Contributo, año 4, núm. 1, enero-marzo de 1980: 23-84 y recopilada en Dits et écrits II, 1976-1988, Éditions Gallimard, París, 2001: 864.
- Chris Marker, Sans soleil, Argos Films, 1982.
- Jean-Pierre Abraham (Nantes, 1936 – 26 de julio de 2003), Armen, Le Tout sur le Tout, París, 1988: 122.
- Honoré de Balzac (Tours, 20 de mayo de 1799 – París, 18 de agosto de 1850), Un drame au bord de la mer (Un drama a orillas del mar), París, 20 de noviembre de 1834. En los Contes philosophiques, Librairie Aristide Quillet, París, 1928: 252.
- Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899 – Ginebra, 14 de junio de 1986), Abenhacan el Bokhari mort dans son labyrinthe (Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto), en L’aleph, Éditions Gallimard, París, 1967: 156-157.
- Marguerite Duras (Gia Dinh, Vietnam, 4 de abril de 1914 – París, 3 de marzo de 1996), La vie tranquille, Éditions Gallimard, París, 1944: 174-175. La vida tranquila, trad. de Juana Bignozzi, Noguer, Barcelona: 1990: 117-118.
- Michel Foucault (Poitiers, 15 de octubre de 1926 – París, 25 de junio de 1984), Gendai no Kenryoku wo tou (La filosofía analítica de la política), conferencia dictada el 27 de abril de 1978 en el Asahi Kodo, centro de conferencias de Tokio, sede del diario Asahi. Publicada en Asahi Jaanaru, 2 de junio de 1978: 28-35. Recopilado en Dits et écrits II, 1976-1988, Éditions Gallimard, París, 2001: 540-541.