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Arte y mugre

Francisco Reyes Palma
La Jornada, secc. Cultura
15 de mayo, 1993
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Una casa destinada a la piqueta, en Temístocles 44, fue el sitio elegido el pasado mes de abril por una agregación de 14 artistas -¿o deberíamos llamarlo grupo?- para presentar su producción durante una noche a la semana. A la manera de un espectáculo exclusivo, la muestra se desarrolló en un contexto bien distante al del glamour que suele rodear a las galerías de Polanco. El retorno a las arquitecturas ruinosas y a los parajes desolados, tan frecuentado por los románticos del siglo pasado, se vuelve entre estos jóvenes artistas, materia directa de trabajo más que elemento de representación; así mismo, resulta metáfora de una existencia en espera de la demolición.
Abraham Cruz-Villegas se hizo cargo del jardín reseco de la zona de acceso, para vitalizarlo con la presencia artificial de tallos metálicos donde florecen espejos cegados. Más adelante, en el pórtico, elaboró una visión de naufragio, un tanto evasiva y escenográfica, donde reclama atención el encrespado oleaje sugerido por botellas de agua purificada. En el área vestibular, ya en el interior, Sofía Táboas instaló un voluminoso mueble sobre cuya superficie, con la figura del ying y el yang, reposa, ni más ni menos que, un juego de cepillos de dientes: sobrecarga de oropeles a que tan afecta resulta todavía nuestra burguesía, aunque también algunos de nuestros artistas.
De mayor interés resultó la instalación de Eduardo Abaroa: una serie de personajes onanistas, textualmente empeñados en no salir del closet donde se agolpan las miradas de los espectadores. Juguetitos de magnífica factura, que son trasplante de las figuraciones en celuloide de Disney a la lógica del barro de Oaxaca y que pululan maliciosamente entre las burbujas fotográficas de personajes de la política y la religión en actitud discursiva, sin faltar Salinas de Gortari y el Papa. Guilt Parade, así, en inglés, vino a ser una provocadora mezcla de barro y fotografía, de realismo documental y caricaturización, de sexo y política, de promiscuidad entro lo público y lo privado.
Donalda y Ernesto: una historia de amor, es el título de la instalación telenovelada de Ulises García Ponce. Al centro de lo que fue un amplio salón, el círculo cerrado de sillas con leyes impresas en los respaldos, características de los guiones con que la pantalla chica cautiva y a su audiencia, nos recuerda la agresiva irrupción de la TV en la esfera doméstica. No obstante compartir temática, esta obra desmerece al rodearse del culebrón televisivo en pintura y video realizado por Daniel Guzmán.
El salón anexo fue intervenido por Hernán García. Su materia creativa resultó, en lo fundamental, la mugre en muros y pisos, enmarcada por motivos dorados de molduras y pasamanería que, sardónicamente, restituye en la pasada opulencia del entorno. Entre tanto, Luis Felipe Ortega, como lo demuestra su video El exterminador, se empeñó obsesivamente en desinfectar hasta el último resquicio del lugar , a la vez apiló muebles tecnológicos en el baño y la cocina.
A Franco Aceves correspondió parte de los muros de la sala. En una de las paredes, este autor incorporó la presencia de un género artístico invalidado prácticamente por el resto de sus compañeros. El dibujo: con representaciones de un destapacaños y un recogedor. En otro muro, Aceves adhirió una serie de desvanecidas estampitas escolares, que le sirven de marco a la escultura de un autor ajeno a la muestra. Escultura en plomo de un jugador de pelota, realizada por Héctor Humana, más no por ello menos interés, puesto que se trata de un artista por afición, ingenuo, que mantiene vivo el gusto figurativo. El resto de la sala lo intervino Fernando García Correa, con una retícula cromática que oculta a un ventanal y con una escultura de piso, repetición tardía e inútil de las estructuras primarias  de los sesentas. Nuevamente a la convivencia de dos artistas resultó poco afortunada.
El débil efecto de las instalaciones colocadas en el patio trasero, la de Pablo Vargas Lugo, reunión de objetos encontrados: y la de Rosario García Crespo, reedición extracontemporánea de los muros de poesía concreta, se compensa con la buena resolución  especial y el juego de tracciones de Diego Gutiérrez quien, en la cochera, retomó el asunto del desarrollamiento, en este caso doble, por la piel animal del muro despellejado.
A mi parecer la propuesta más sólida de todo el  conjunto corresponde a Damián Ortega, con su Cuarto de servicio, dentro de una línea de invención que remite a Leonardo: gigantescos engranes dentados, obtenidos por medio del recorte de los vetustos pisos de duela, que se desdoblan en el espacio como huellas, y simples poleas que transmiten la energía de un moto. Espacio negativo en su doble acepción del ámbito doméstico negado, convertido en área de movimiento perpetuo, circular, y de máquina inútil, en ese sentido estética pero no se desliga del comentario social.
Hay en esta generación de jóvenes un heroísmo estéril, con cierto sello neorromántico de purismo místico, sin más programa estético que la contradicción, la rabia exasperada u el humor ácido. Queda clara la insuficiencia de la crítica para atender a una modalidad artística que parece no requerida y bastarse con el ritual de la presencia de públicos de autoconsumo, más cercanos al principio de claustro, de secta, y con una relación distinta respecto a lo que tradicionalmente se ha considerado como el espectador y las maneras expositivas. Aunque buena parte de sus propuestas se agota en una especia de reflexión posmoderna sobre la inutilidad artística, esos pocos intentos en los que predomina la intención de devolver al arte su acepción artesanal, el sentido ampliado que perseguía Beuys, marcan un camino distinto que quizá llegue a consolidar lenguajes más estables. Entre tanto, perdámonos entre los escombros, a la par de nuestra urbe agonizante.