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A propósito de Tanizaki: la sombra, el tiempo y el espacio

Luis Felipe Ortega
Artistic research meeting, Amparo Museum
marzo, 2022
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Recuerdo que, hace muchos años, comencé a preguntarme por el asunto, sin duda fascinante y complejo, de la experiencia o experiencias provocadas desde la idea y el emplazamiento matérico en el arte contemporáneo. Particularmente, me lo preguntaba desde mi propia práctica. Si pensaba en eso, evidentemente tenía que pensar en un cierto tipo de sujeto al cual intentaba involucrar. Ese sujeto pensado desde ahí, quizá debería decir inventado desde ahí, no se trataba de cualquier sujeto, sino de un sujeto capaz de tomar sus propias decisiones, capaz de hacer trayectos, de recorrer los diversos planos o capas de la obra, intuir sus giros e, incluso, vincularse al fracaso que muchas obras implican.

Recuerdo que, algunas piezas que realicé a lo largo de casi treinta años, las he entendido como una suerte de plataforma, un lugar de tránsito donde el visitante puede andar y estar, donde puede hacer saltos, donde puede emplazar la mirada, donde puede preguntarse qué está mirando, cómo es que su mirada activa ideas y las ideas sensaciones y las sensaciones un cuerpo y el cuerpo la intuición. Observando esos trayectos, muchas veces me pregunto dónde están los límites de cada uno de esos momentos, cómo la idea afectó la mirada y cómo la mirada disparó ciertas intuiciones. En ese sentido pienso que la obra es afectada constantemente por la voluntad de otro, por las ideas del otro, por el cuerpo del otro.

Recuerdo que, algunas veces, muchas veces, me pregunté hasta dónde la obra debía ser lo más clara e incluso directa respecto a su enunciado, hasta dónde debía empujar su tema y su narrativa, si debía dejar espacio a la incertidumbre o si debía renunciar a cualquier zona de imprecisión, liberar el argumento y caminar sola desde su propia condición. Desde hace años apuesto por esta segunda posibilidad: la de incidir en el saber, pero también en el no saber. Pienso que en algunos momentos el arte contemporáneo ha derivado en una dictadura o imposición de lo que el público debe saber y se ha convertido en el patriarca de la lección que cada uno se debe llevar.

Recuerdo que, hace muchos años, comencé a preguntarme sobre la posibilidad de una aproximación al presente. Pensaba también en la manera en que el arte podía “acercarme lo más posible al aquí y ahora”. Desde luego, esa pregunta venía desde mi obsesión por ciertos textos de Michel Foucault. Y venía también de ciertas nociones, que la filosofía francesa de la segunda mitad del S. XX había arrojado al mundo de la sobreproducción capitalista. La pregunta sobre el presente, entonces, quería abundar sobre la posibilidad de “pensar diferente” o, quizá con más precisión, sobre “la posibilidad de pensarnos de manera diferente”.

Recuerdo que, hace muchos años, me encontré rumiando en dos pensadores que me marcaron seriamente. Por un lado, Walter Benjamin y su pensamiento histórico, su filosofía de la historia y, por otro lado, Junichiro Tanizaki. Ambos escribieron, en 1936, dos ideas que no se encontraban, que chocaban seriamente y que en mí provocaban una bella paradoja, la del pensamiento histórico y la del pensamiento poético: por un lado, la versión más decantada del Occidente moderno y, por el otro, la versión más acabada de lo inacabado, ahí donde la sombra y no el exceso de luz deja andar su potencia.

Recuerdo que estudiar a Tanizaki me dejó encontrar otra manera de entender mi producción e intentar llevarla a una zona de fragilidad, de incertidumbre, de saber y no saber, pero, sobre todo, de arrancarle la hegemonía del enunciado a la obra, de pensarla inacabada dado que aquel que se relacione con ella la ha de llevar hacia su propia subjetividad. Que tal vez se implicarán y sumarán, desde la experiencia, elementos que no estaban en la obra, que luego de ser “tocadas” ambas partes serían diferentes. ¿Será que ahí y no en otra parte podría encontrarme con la posibilidad de vivir y estar de manera diferente? ¿Será que es la sombra y el tiempo ahí y el espacio de ahí los que abren la posibilidad de otras subjetividades? En ese sentido no hablaría de opacidad, sino de una experiencia otra, de un cuerpo otro y del arte como una zona de gran potencia crítica, de un gran dispositivo político.

Recuerdo que, desde hace muchos años, y quizá derivado de largas lecciones de mi maestra Ana María Martínez de la Escalera, quería que la pregunta, una pregunta (¿qué estoy haciendo aquí?) pudiera vincularme con los posibles visitantes de mis piezas. Así que he realizado piezas con la intención de entenderlas como plataformas donde, gracias a los elementos de sus propios enunciados, los visitantes podrán decir ¿…y qué diablos estoy haciendo aquí? y en ese sentido tendrían una especie de conciencia de sí y decidirían si querían seguir ahí o abandonar la experiencia (también podrían comprometerse con ese estar ahí).

Recuerdo que, muchos años después, encontré una entrevista, de hecho, la última entrevista que le hicieron en Grecia a Félix Guattari. Y él habla ahí de esa pregunta en relación con el arte, no sé si Ana María la había traído de él, desde su concepto de caosmosis, pero ahí está la pregunta: ¿qué estoy haciendo aquí? Dice Guattari que es una pregunta que forjan los artistas, pero también los niños, los psicóticos, los enfermos de sida, los enamorados. Cada uno de ellos estaría viviendo “sin red de protección”. De hecho, atreverse a vivir sería “vivir sin red”. Que Guattari, en 1991, estuviera hablando de esto me parece que hace todo el sentido, pues él tenía en mente a escritores como Kafka, de la misma manera que Deleuze tenía en la cabeza a escritores como Beckett y de la misma manera que mi maestra tenía en la cabeza a Witold Gombrowicz.

Recuerdo que, desde hace varios años, me he preguntado si la idea de opacidad en el arte contemporáneo no está en estrategias de producción como las de Samuel Beckett o Pasolini o Clarice Lispector o Gombrowicz o Parreno o Sehgal o Salcedo o Jaar o Meireles… Me he preguntado si la nitidez no estará en artistas que, a costa de renunciar a la dimensión poética de la obra, asumen que no habría que hacer la pregunta de Guattari (“¿qué estoy haciendo aquí?”), porque en el fondo siempre saben qué está haciendo la obra y su tarea es la de dar instrucciones para una experiencia no domesticada del arte (“usted está aquí por tal o cual razón”).

Recuerdo que, hace muchos años, la producción artística buscaba convertirse en una zona de experiencias múltiples, que ponía a la experiencia como eje de que “algo pudiera suceder” (como quería Barnett Newman). Me pregunto dónde y cómo habría de operar esta pregunta y qué sujetos la asumirían como posibilidad y, quizá, como condición del presente.