Metáfora de intrascendencia
“La pintura es una cosa mental”, decía Leonardo en los albores de la modernidad. DE allí a la contemporánea desmaterialización del objeto artístico hay un amplio paso que, sobre todo en el siglo XX, disolverá las vituales fronteras del arte. Dadá lo hizo a golpes de tambores africanos en un desperado intento por fundir arte y vida. Malevich, recurriendo al misticismo de sus cuadros monocramáticos; Rotchenko, con su Ültimo cuadro – tres lienzos que reproducen los colores primarios, rojo, azul y amarillo-, llevando la pintura a grado cero de significación. Pero será con los artistas conceptéales de los años sesenta y setenta que se consumará la desmaterialización del objeto artístico de manera radical. Libres del estetismo de viejo cuño –del culto por lo bello y por la divina materia-, los conceptuales harán énfasis en el proyecto, en la ideación de la obra y en la carga especulativa de la misma para suscitar una estética mental más que retiniana. Para ello se sirvieron de discursos ajenos al ámbito específicamente artístico: la semiótica y el estructuralismo, el vacío del budismo zen y las nuevas herramientas computacionales fueron algunos de los recursos asimilados. Joseph Kosuth, hacia 1965, presentó sus Tres Sillas, donde el objeto silla aparecía en su materialidad y se repetía, tautológicamente, en la definición –semántica- del diccionario y en la reproducción fotográfica –icónica- del mismo. Una puesta en crisis del objeto a partir de sus múltiples posibilidades representacionales. Luis Felipe Ortega –quien presenta su trabajo en Art&Idea- proviene de esa vertiente conceptual. En esta reunión de su trabajo, llamada Campo de acción, el artista recurre a varios elementos: video, instalación escultura y textos. Pero el énfasis de su propuesta recae en la semiotización del espacio: del espacio real de la galería, por una parte, y de los virtuales espacios registrados en los videos: estación del metro, vías de ferrocarril, andenes, zonas de paso que se registran en su absoluta condición de no-lugares, de intersección espacio temporal, entre un aquí y un allá, un antes y un igualmente hipotético después. Sin embargo, el artista no rehúye la presencia autoral –Ortega aparece, de manera protagónica, en eses espacios de tránsito, desprovistos de intimidad, indiferenciados en el anonimato de la solitaria muchedumbre. Tampoco se omite el autor en la serie de pequeños cuadros que contienen textos fragmentados, por momentos inconexos pero que revelan una situación anímica análoga a la expresada en sus recursos visuales. En efecto, esa estética del fragmento que tiene lugar en la prosa de Ortega se homologa con la fragmentación de la realidad aludida en sus videos y fotografías, con el no-lugar como centro ubicuo del entorno contemporáneo y como situación existencial inherente a la pérdida de paradigmas tanto estéticos como ideológicos. La galería –el espacio real de su Campo de acción- deviene, entonces, otro no-lugar, zona de intersección donde no pasa nada, donde se está en tránsito –en la primera sala hay dos bancas largas que remiten a las salas de espera de las estaciones de transporte colectivo- y donde el objeto- está en otra parte. En ese sentido, estamos ante una metáfora de la intrascendencia, de la in/significancia existencial que la acción artística recrea. Pero pensar esta intrascendencia y esta insignificancia, conceptualizarla y hacerla metáfora viva –con toda la carga lógica y a su vez angustiante que el acto conlleva –tal vez sea lo trascendente y el mayor logro en la obra de Ortega. Porque no es el objeto sino el sujeto lo que se impone en el discurso- “Usted está aquí”, dice un rótulo circular en el piso de la galería-, se impone un presente insostenible, una no-salida de la incertidumbre. El no-lugar disuelve al ser porque lo “presentífica”: lo despoja de futuro, y lo vacía de devenir. Y todos –eso es lo terrible- estamos aquí. El resto es tránsito. |