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Sombras en el horizonte

Domenico Scudero
La Tempestad
March 2018
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Hay modos y modalidades diferentes para hacer y vivir el arte. En nuestra actualidad, tan compleja y voraz de innovaciones, las obras y las exposiciones de arte a menudo tienen una característica de evidente complicidad con la inmediatez, con la construcción estetizada y con la redundancia de signos. No es así en la obra de Luis Felipe Ortega. Sumergiéndonos en el espacio de la instalación propuesta al Matttatoio de Roma, bajo la curaduría de Lucilla Meloni, el artista nos lleva ante una identidad del arte que es al mismo tiempo filosofía del ser y ejercicio ético. 

En la obra que Ortega propone, readaptando algunas de sus piezas específicamente para los espacios de arqueología industrial del Mattatoio, resulta realmente difícil ensamblar un pensamiento único, estilístico y fenomenológico. Porque aquí el problema central no es el estilo, el teorema, el planteamiento teórico, sino la identidad moral de la inteligencia vertida ante el quehacer artístico. Al final del recorrido expositivo logramos comprender el porqué de esta sombría, enigmática presencia; no se trata de una rendición al formalismo, de aquél históricamente comprobado en las academias o experimentado en los flujos de la comunicación virtual, porque Ortega habla más bien de una condición, la del artista contemporáneo. A la condición posmoderna, a la sociedad de lo inmaterial, se sobrepone la toma de conciencia de la condición de la imaginación virtual. Una suerte de desorientación colectiva que parece haber engullido la realidad, sustituyéndola con un delirio de soledad y ficción.

En Altamura (2016), obra instalada en la parte final del espacio expositivo, y donde llegamos después de haber recorrido todo el amplio pabellón, encontramos una respuesta a las preguntas que habíamos formulado, deteniéndonos y reflexionando acerca de los significados de todas las obras que nos acompañaron hasta ésta última. Nos encontramos frente a una videoproyección sonora, un loop continuo captado por la visión panorámica del horizonte, grabado desde lo alto de la isla de Altamura, oasis incontaminado empujado hacia el Océano Pacífico, pero protegido del mismo por el abrazo de una lengua de tierra de la Baja California mexicana. La toma cubre la circunnavegación de la isla, alternando los reflejos de la luz cálida y arenosa al filtro b/n de la distorsión digital; emergen algunas voces de fondo, de las cuales apenas distinguimos el timbre, las palabras. Se trata de fragmentos vocales que pertenecen a Kurt Cobain, Jean Genet, Truman Capote, Louis-Ferdinand Céline, William Burroughs, Samuel Beckett, Pier Paolo Pasolini. Son las sombras de nuestro horizonte, como menciona el título de esta exposición, sombras de vidas que nos hacen sentir el peso de existencias densas de arte y soledad, como es aquélla evocada por la isla, salvaje, simulacro intelectual del cansancio de existir en un mundo que marca la diferencia y nos “aísla”.

En Altamura, como en todas las obras de Ortega, el tema central no es describir fragmentos de una historia del arte contemporáneo, buscar su verdadera identidad en la forma, su especificidad lógica y tautológica, sino evidenciar como palabras y acciones preordenadas por el intelecto artístico puedan tener un objetivo, puedan servir a una ética, más que una estética, en función de vivir y de comprender el mundo. En Altamura permanece un sentimiento absoluto de nostalgia, confluido en la disminución ralentizada de la visión y amplificado por los fragmentos vocales; detectamos la tensión de aquellas voces, su sabiduría, su vulnerabilidad, y finalmente su evidente inadecuación práctica. Juntos reconocemos que la cultura y el conocimiento no nos salvan de las injusticias, de lo que consideramos insano, lógicamente equivocado. 

El arte es ciertamente una de las actividades más eficaces en demostrar las barbaries humanas; sin embargo, es de las menos escuchadas o incluso más desaprobadas. Sin embargo, atribuimos una gran importancia a su mensaje. Los enigmas y las preguntas maduradas durante la visión de las obras de arte en este proyecto expositivo de Ortega se resuelven como en uno de esos paradójicos pensamientos de Slavoj Žižek; en su En defensa de causas perdidas, Žižek describe la mirada de Robespierre que anticipa El terror, el ojo gris y glacial animado por el realismo de la honestidad antes de que su pureza desemboque en la ferocidad, así como honestos, sinceros en sus propósitos, son esos fundamentalistas islámicos empeñados en realizar sus planes de muerte. Las preguntas del arte acerca de los fines morales del hombre se concluyen así en la paradójica conciencia que también al querer emular el bien se puede hacer el mal, así como también en busca del mal se puede encontrar el bien. Y el arte es el lugar en donde se pueden anular las tensiones entre el bien y el mal, sustituir la ética humana. La perfección del objeto es emblema de condena y explícito llamado, pero también paradójica incongruencia, inútil derroche improductivo; el arte es la zona franca, en la que todo es posible, pero donde todo permanece confinado en un limbo, el artificio.

Las obras de Luis Felipe Ortega nos hablan de esta paradoja que es al mismo tiempo el sentido vehemente de la contemporaneidad, a través de un arte que quiere, exige, hablar al mundo y representar el lugar central del pensamiento, pero al mismo tiempo comprende que es sólo un pequeño fragmento de esa complejidad. En Ortega el trabajo de artista es actuar racionalmente, como la acción quirúrgica en medicina, explantar el mal, para luego exponerlo sumergido en el “formaldehído-exposición”. El arte es una piedra colgada entre los delgados hilos duchampianos en Landscape And Geometry III ( for P. P. P.) (2018), de pronto surreal, en donde la paciencia, como la de un pasatiempo asiático, urde tramas que nunca se encuentran; el arte es un modo de explantar el mal, extirpándolo de la historia como evidencia, la prueba concreta de lo que es su forma, su materia. Pero el arte es soledad, como dice Godard en su Histoire du cinéma (1988). Así Ortega se apropia de la soledad de Flowers & Mushrooms (1999) de Fischli y Weiss, practicando en Doble Exposición (expandida) (2012-2017), una táctica de reelaboración para luego reconsiderar el esplendor de lo bello natural como fondo para las abstractas geometrías racionales y voluntarias; así como fotografía la solitaria naturaleza incontaminada en la profunda Amazonia en Mirando a través de algo que parece uno mismo (2014), pero luego la vuelve candente y siniestra, humana, de colores difuminados, como queriendo confundir la gracia natural de la idea de lo bello, sobreponiéndole la voluntad ética de la actuación del arte, su inutilidad y su sabia conciencia de ser.

Domenico Scudero, curador y crítico de arte, enseña Crítica del arte en la Academia de Bellas Artes de Carrara, Italia. Vive en Roma. 

Traducción al español de Clara Ferri.