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La verdad habita en el fondo del túnel

Sergio González Rodríguez
Before The Horizon
2016
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Cuando supe de la arquitectura de esta pieza de Luis Felipe Ortega, pensé de inmediato en el relato de Samuel Beckett titulado El despoblador (1970), que narra un espacio «asaz amplio que permite buscar en vano, y asaz estrecho para que toda escapatoria de él sea inútil». Pero tal evocación de un espacio cilíndrico y cerrado que hacina cuerpos humanos, metáfora del infierno que construimos entre todos en el mundo, mantiene varias diferencias con la instalación de Luis Felipe Ortega. No sólo por lo rectilíneo de ésta, sino por su atmósfera peculiar y su formato abierto de contenedor industrial. Las dimensiones de esta caja están hechas a imagen y semejanza humana, pero su función reviste una acción contraria: indica una deshumanización circular.

El objeto parece amable desde fuera, casi inofensivo, pero, por dentro, desde el primer atisbo, resulta amenazador. La oscuridad reina en el interior y, si bien sus paredes y techo son lisas, están pintados de negro. A su vez, el piso, que invita a ser recorrido por destellos y esquirlas que brillan, pronto revela la materia que lo cubre: vidrio fragmentado. ¿Cómo no citar el diálogo nihilista de Luces de Bohemia (1920) de Ramón María del Valle-Inclán sobre las últimas horas de vida de Max Estrella?:

Max: ¿Dónde estamos?

Don Latino: Esta calle no tiene letrero.

Max: Yo voy pisando vidrios rotos.

Para Valle-Inclán dicha obra implica una fábula esperpéntica sobre el malestar de vivir en un país adverso. Pero esta aparente semejanza, anticipada por el escritor español, de nuevo se ve desplazada, pues a pesar de llevar un título expresivo, la instalación de Luis Felipe Ortega muestra connotaciones sutiles: ni la habitación del túnel, ni su fondo inexistente entregan verdad alguna que no sea la propia incertidumbre del tránsito, la resonancia flagrante de los pasos titubeantes de una persona que se adentra en la instalación, al grado de que el resultado inmediato, el ruido generado por el vidrio al triturarse, expansivo y atroz, cuyo registro evoca el andar a tientas en un pantano oscuro, sólo contribuye a extraer el sentido en su mejor expresión: las palabras callan y el clamor alude a un acopio de catástrofes instantáneas e irreparables, que se perciben aquí y allá.

La lección sobre el anonadamiento fragmentario puede aludir lo mismo al país, que a los tiempos planetarios, al vivir solitario en la época abyecta o al desánimo personal traducido en esquirlas. Escribió José Gorostiza en Muerte sin fin (1939):

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis

por un dios inasible que me ahoga,

mentido acaso

por su radiante atmósfera de luces

que oculta mi conciencia derramada,

mis alas rotas en esquirlas de aire,

mi torpe andar a tientas por el lodo.

Esta magnífica instalación de Luis Felipe Ortega convoca asociaciones y conjeturas. Una hipótesis de formas en suspenso para forjar una mínima esperanza de lucidez desde la oscuridad.