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Horizonte invertido

Luis Felipe Ortega en el Museo de la Ciudad de Mexico
Alexis Salas
Horizonte Invertido
2010
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Un denso cúmulo de trazos -gris plateado, grafito- cubre las paredes en una multiplicidad de direcciones de un espacio cúbico. Iluminado por la tenue luz natural que traspasa al abrir la puerta y la tenue luz eléctrica que cae desde una lámpara rectangular que cuelga pegada al techo, acentúa el grafito con un resplandor apenas perceptible. Un proyecto que Ortega comenzó a planear, hace aproximadamente dos años, con una serie de dibujos de un metro cuadrado, su proceso fue guiado por un interés formal en los patrones geométricos cuyas complejidades él esperaba investigar por medio de un material. Horizonte invertido, de Luis Felipe Ortega, resulta en la transformación de un material –grafito- de los utensilios (que crean convenciones a través de un conjunto limitado de funciones intencionadas) a la materialidad (que rompe convenciones  a través de su exploración de las potencialidades).

Horizonte invertido es una instalación. Es una escultura. Es un dibujo. Es una pieza de luz. Al ser todas estas cosas, simultáneamente, permite que todos estos medios/técnicas se transciendan a sí mismos para convertirse en espacio. Forjada como resultado de un enfrentamiento, si no batalla, con el tiempo y el material, la pieza surge de un proceso silencioso de concentración, durante el cual nada más que el sonido de las cinco o siete capas de grafito aplicadas a la pared podían escucharse. El proceso de dibujo llevó seis días, ocupando unas diez u once horas por día, y los esfuerzos de seis personas. Utilizando sus pechos como eje y con ambos brazos extendidos, doce manos recorrían los muros con lápices aplicando el grafito.

La aplicación del material, primero con lápices duros de grafito y luego con otros más suaves, resulta en líneas que se estiran en múltiples direcciones a la vez. Es un ejercicio de dibujo, se libera el dibujo mismo –esta es la liberación de los dedos, de las muñecas, los codos, incluso el hombro, es un dibujo hecho con cuerpo entero y presente- así como también viola –es ilusorio, no descriptivo, se niega a hablar, callándose por medio de los trazos que se acumulan uno sobre el anterior. La concentración y auto-disciplina inherentes a los varios días de trabajo se sintieron, casi, como manando una sexualidad embriagadora, evocando, a su vez, pensamientos de proyectos de dibujos (conceptuales) de los años 1960s y 1970s, tanto como su modo de implicar al espectador, sus acciones, sus cuerpos, y el espacio de exhibición. Pensamientos en torno espacio de exhibición y pronto, como tales, evolucionan a pensamientos de éste como un espacio atmosférico –la enorme energía y vibración de la línea, dibujando opacas confabulaciones sobre las instituciones y la institucionalidad. Lo que podría parecer un acto de compulsión, obsesión, es sencillamente un acto de totalidad, que al mismo tiempo demuestra su estado incompleto, en tanto que no cubre por completo la superficie. El marcado contraste entre el espacio donde el grafito está presente y ausente ponen la materialidad del grafito en su ilusoria presencia, caótica y trascendente, al primer plano de la experiencia. Sus acumulaciones, aunque compuestas de líneas, y aunque basadas en la geometría, a menudo se palpan como redondas y radiantes esferas  brillantes, evocando cuerpos celestiales y la soledad de quien mira al cielo. Sus líneas, más densas, más concentradas, a la mitad de la pared, es ahí donde son atravesadas por una meticulosa línea blanca (hecha, ostensiblemente, de una tira de cinta adhesiva colocada a media pared y retirada después de que el cúmulo de grafito estuviese terminado).

Esta línea blanca, pura, lleva a cabo una serie de funciones, de las cuales la más ocular es aquella de extender el espacio y poner en juego un alto contraste con los profundos grises, a veces llegando al negro, del grafito. Estos efectos visuales evocan temas de interés constante para Ortega. Como In Praise of Shadows [Elogio de la sombra] de Junichiro Tanizaki, uno de los libros favoritos del artista, Horizonte Invertido es una meditación sobre el lugar del equilibrio. Aquel ensayo sobre la estética discute el espacio de la sombra, una de las bases de la arquitectura japonesa que no tiene una utilidad clara pero que, sin embargo, es un elemento esencial de la residencia japonesa, como espacio ideal, siendo ese que no tiene ni demasiada luz ni demasiada oscuridad. Ortega conduce a los espectadores a dicho espacio, permitiéndoles experimentar una luminosidad que cuestiona también la ecuación occidental sobre la luz: aquella donde se equipara la luz con el conocimiento para, en su lugar, proporcionar un espacio de meditación.

Durante mi visita a Horizonte Invertido, una mujer entró al espacio y dijo, “aquí no hay nada, ¿o sí?” En su momento, señalé al grafito en un intento por corregirla. Pero quizás era ella quien me corregía a mí, siendo que el grafito, en última instancia, es una suerte de espacio de sombra japonés, una materialidad que permite la nadaeidad, propiciando la contemplación y la repetición, que proporciona una plataforma para descubrir algo, para percibir con frescura de nuevo.

Traducción al español: Fausto Alzati Fernández