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Entrevista / Luis Felipe Ortega

Fernando Pichardo
GASTV.mx
Julio 19, 2017.
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El Museo Experimental El Eco albergará hasta finales de agosto A propósito del borde de las cosas, intervención escultórica concebida por Luis Felipe Ortega para la totalidad del espacio interior.

Se trata de un ejercicio inspirado en la prosa de Samuel Beckett, que plantea un ambiente donde el absurdo es empleado como una herramienta para emprender una búsqueda personal. Para ello, el artista intervino la arquitectura de Mathias Goeritz con dos esculturas monumentales que proponen un acercamiento alterno al interior de la plataforma. Asimismo, Ortega introdujo algunos dibujos al carbón que en conjunto revelan nuevas maneras de ver y experimentar los elementos que componen el recinto.

A este emplazamiento escultórico se suman una serie de activaciones que mediante recursos sonoros, literarios y corporales, aspiran a subjetivar la obra y a evidenciar la unicidad de los instantes que vivimos cuando deambulamos en un lugar que nos es significativo. Para ello, Ortega generó un ambiente que enfatiza la influencia que ejercen los fenómenos de la naturaleza sobre este espacio, particularmente las variaciones en la luz.

Esta muestra será la última que Ortega realice antes de inaugurar su siguiente exposición individual en el Museo de Arte Contemporáneo de Roma (MACRO) a principios de 2018. Entrevisté al artista sobre el proceso creativo que ideó para este proyecto, que aspira a dejar un gesto de renovación en el estado de ánimo de quienes participan en él.

Tu trabajo se ha caracterizado por el diálogo que estableces con locaciones específicas, al grado de generar relaciones de afecto con los espacios intervenidos ¿Qué puedes destacar de tu experiencia al interior de la escultura habitable que constituye El Eco?

A lo largo de mi trayectoria he trabajado en muchos espacios realizando piezas ex profeso. Este año realicé una escultura de dimensiones bastante considerables (40 x 8 x 2.50 metros) en el CaSa, en Oaxaca, una pieza con hilo de algodón y piedras volcánicas. Llevaba 18 meses trabajando en el proyecto de El Eco. Ese tiempo sirvió para profundizar y problematizar el concepto de espacio en Goeritz y tensarlo con otras ideas. Éstas van desde aspectos específicamente escultóricos hasta cruzarlos con conceptos filosóficos-literarios —en el CaSa trabajé desde algunas ideas de Pier Paolo Pasolini y en El Eco decidí trabajar desde Samuel Beckett—.

Siempre he pensado que toda relación de tensión es una relación de afecto. Y en este caso afectar la condición escultórica propuesta por Goeritz implicaba —desde mi práctica— acercarme desde esos dos puntos: el escultórico y el filosófico-literario. Desde ahí podía ir hacia lo más significativo: la posibilidad de generar una experiencia en el aquí y ahora del visitante. Desde ahí también es que la obra de Goeritz podía ser puesta en tensión y en diálogo —es decir, en disputa— con mis intervenciones: dibujos, esculturas y transformaciones arquitectónicas.

Eso en un primer momento. En un segundo momento esa tensión avanzaría hacia el cuerpo del visitante con la presencia de cuatro performers trabajando desde un texto de Beckett: lectura, sonido y acción corporal incidiendo en el espacio, recorriéndolo y trazando entradas al espectador en dichos trayectos. En ese sentido, entiendo el terreno de lo afectivo como el terreno del acontecimiento, el lugar donde el visitante está en la obra y no frente a la obra: cada vez que se aleja para ver los dibujos, las esculturas o la líneas de luz, lo que hace es meterse y estar en la obra.

Uno de los elementos medulares son las esculturas monumentales que, además de convivir con la de Goeritz, diseccionan y crean nuevos nichos en el espacio ¿Qué intención poseen dentro del proceso creativo que nos muestras?

La esculturas tienen la intención de transformar el espacio del museo a través de una relectura del trabajo de Goeritz. Quería sumar extrañeza al lugar planteando nuevos recorridos y modificando la escala. Cruzar, literalmente, el interior y exterior para perder el espacio museográfico y quedarme con el acontecimiento espacial-escultórico. Quería generar una nueva condición lumínica y desde ahí provocar lugares de sombra —como quería Tanizaki—.

Más allá de establecer una ilustración a la obra Company de Samuel Beckett, tu trabajo en El Eco propone una reconfiguración del texto hacia nuevos territorios de producción ¿Dónde nos es posible distinguir la influencia de tal lectura en el resultado?

Siempre he trabajado a partir de citas, de referencias, a partir de obra de otros artistas o escritores. Eso me ayuda a tener claro desde dónde estoy trabajando y a tener conexiones históricas específicas. Lo que me permite tener una posición política que se volcará siempre en mi obra. Así que Company, de Beckett me permite hacer eso y realizar un mapeo en el espacio a través de su desplazamiento. El texto no ilustra porque no puede ilustrar mi proyecto: sucederá unas cuatro veces a los largo de los tres meses que estará la exposición. No está escrito en las paredes o sonando en una grabación, no está excepto cuando se lee en voz alta por todo el museo. Lo demás es la posibilidad de apegarse a una propuesta del absurdo beckettiano —si algo así puede suceder— desde mis intervenciones escultóricas.

Uno de los componentes de esta obra es la serie de dibujos con carboncillo que rematan las esquinas del espacio intervenido ¿Qué es lo que proyectan y por qué son expuestos a una altura superior al espectador?

Hace varios años que estoy trabajando en esa serie de dibujos, intentando profundizar en la idea de horizonte y en las maneras en que puedo aproximarme a él no como representación, sino como elemento espacial por donde pueda desplazarse la mirada y por tanto, el cuerpo. Su elaboración es muy lenta y la trabajo en mi estudio con mi equipo. Se dibuja con lápiz de grafito, por línea y se define la saturación. Esos dibujos tienen al centro una línea blanca de tres milímetros que genera este “horizonte”; este vacío.

Cuando recibí la invitación de David Miranda para exhibir en El Eco estaba trabajando en esos dibujos. Tomé la línea y comencé a desplazarla en el plano del museo, tracé líneas que se levantarían a 5 metros y vino toda una investigación matérica para saber la calidad plástica de dichas esculturas —no hay que olvidar que Goeritz desplazaba lo escultórico hacia la arquitectura y hacia la plástica—. El momento más importante fue definir la pieza de la Sala Mont: está cortada exactamente al centro con una falsa pared y esa pared tiene un corte de tres milímetros a la altura de mis ojos. El espacio se comprimió pero a la vez está absolutamente liberado. La luz que penetra el espacio es natural, se construyó una cámara oscura y el trazo opera con sus gama lumínica transitando a lo largo del día. Comprimir la luz a esos milímetros permitió ampliar la línea de horizonte.

Coloqué los dibujos esquinados y a una altura superior a los 3 metros para obligar al visitante a alejarse de la obra y así poder observarla. Eso lo lleva a entrar/estar en las esculturas que rompen con la lógica espacial de Goeritz. Propiamente dicho, son las únicas obras que llevé al museo y en realidad dejan ver su relación con la intervención que realicé en la Sala Mont, son su reverso.

Los protagonistas de las acciones que activan la obra evitan el contacto visual con los espectadores ¿Qué papel juega la cancelación de la mirada dentro de la intervención?

No fijan la mirada en el espectador o clausuran la mirada porque hay un trabajo hacia el interior. Pienso en los personajes de Beckett que pueden estar “viviendo” al interior de un contenedor y apenas se asoman de vez en cuando. Es una forma también del anonimato. Para mí siempre es importante saber si a un movimiento sigue otro movimiento o si a un sonido sigue otro sonido. A la idea de que hay algo que siempre ha de suceder yo prefiero ir hacia un punto en que quizá a un sonido no le sigue otro sonido o a un movimiento no seguirá otro —es paradójico porque la tarea profesional de ambos es esa: hacer música, ejecutar una coreografía—. Pienso mucho en lo que la interrupción aporta a una obra, pienso mucho en términos de discontinuidad.

Cancelar la mirada implica maneras diferentes de relacionarse con el otro, en tanto que podemos estar con los otros más allá de la mirada, podemos estar desde una situación, desde una acción y/o desde un acontecimiento —lo que siempre implica realizar un tipo de trayecto, una ruta, y toda ruta o trayecto implica un deseo—.

¿Qué es lo que narra este emplazamiento escultórico al posicionar como ejes conductores los cambios de luz, las variaciones en la atmósfera y sus repercusiones dentro de la arquitectura emocional?

Desde hace más de 15 años he intentado llevar al mínimo el nivel de la narrativa en mi obra. Comencé a hacerlo con mis piezas en video. Llevarlo lo más posible a un punto de silencio y de contemplación para generar puntos duros de acceso al espectador. Pero debo reconocer que hay puntos narrativos en mi obra, los llamaría punto de anclaje. En El Eco tenemos por lo menos tres: el primero tiene que ver con la línea y la manera en que ésta atraviesa el espacio y ha atravesado mi producción desde hace mucho tiempo, aquí está en todas las piezas e intervenciones; otra tiene que ver con los desplazamientos escultóricos que se tensan con la arquitectura —sería bueno hacer un ejercicio de diferenciación en El Eco entre lo estrictamente escultórico y lo arquitectónico—. Por último, tiene que ver con la relación específica con la filosofía y la literatura, con la idea del absurdo y del existencialismo.

Desde estos tres puntos de anclaje narrativo propongo que se generen las posibilidades de experiencia del espectador. El elemento que cruza a los tres aspectos es la luz. En el caso específico de la línea de luz natural en la Sala Mont, la narrativa se silencia lo más posible para abrir un hueco, un horizonte que lleva hacia ningún lado. Y si no hay “ningún lado” lo que queda es regresar a uno mismo.

La arquitectura emocional de Mathias Goeritz surgió como una respuesta al exceso de racionalismo que presentaba el panorama constructivo de esa época ¿Por qué consideras relevante la revalorización de este postulado dentro de la producción artística actual en nuestro país?

Hay muchas razones para estudiar con cuidado a Goeritz y a varios artistas de su generación. Me parece que se ha leído mal o de manera muy ligera la importancia del pensamiento moderno en varios artistas de mi tiempo. En mi caso es fundamental este vínculo, pues desde ahí es que se desprenden comportamientos específicos en el arte contemporáneo de México. No hay que olvidar que la formación de Goeritz sucede en Europa y que su pensamiento viene marcado por la necesidad de replantear el modo de estar en la producción artística, es decir, opta por replantear ese comportamiento como una poética. Su formación está marcada por las vanguardias y su pensamiento crítico, desde ahí es que se modelan sus estrategias y comportamientos de producción.

Literalmente Goeritz transita por modos muy diversos de ejecución artística y transita por lugares que definirán sus acciones poético-espaciales. Lo que Goeritz realiza podría entenderse como una especie de traslado: define qué necesita en cuanto a pensamiento formal y lo conduce hacia un sincretismo de tiempos y lugares, nutriéndose de los experimentos literarios de la época (Hugo Ball), la espiritualidad de la abstracción y sus obsesiones por las formas primarias que son capaces de trastocar la experiencia física en el espacio.

De los artistas cercanos a Goeritz (Cueto o Barragán), quizá es él quien mejor hace el tránsito hacia una producción artística que habría de levantarse como lugar para la experiencia espiritual moderna. En ese sentido, y gracias a múltiples ideas compartidas con David Miranda, gran conocedor de la historia de El Eco), es que volvimos a preguntarnos sobre la manera en que estos artistas —desde México— aportan a discusiones que estaban (o están) sucediendo de manera importante en otros países como Brasil, y que derivarían en propuestas tan significativas como las de Hélio Oiticica, Lygia Pape o Lygia Clark.

Si estos tres artistas nutrieron el pensamientos de mi generación (o por lo menos para mí son fundamentales), quizá podemos acercarnos a la producción local de ese momento y a artistas de la complejidad de Mathias Goeritz. La invitación a realizar este proyecto en El Eco me permitió incidir en varias reflexiones cuyo eje es este corte temporal —los años 50 y 60 en México— e ir hacia una especie de genealogía respecto a nuestras modernidades y contemporaneidades.

¿Es esta intervención un deseo por encontrarnos con nosotros mismos?¿Crees que enfrentándonos a un lugar determinado y a las condiciones únicas que presenta podemos conseguirlo?

Pienso que toda propuesta que intente hacer un enunciado político (que no una consigna o denuncia política), conduce a procesos de subjetivación y a que ese sujeto se ponga en juego en y a partir del otro. Eso evidentemente conduce hacia uno mismo y sus campos específicos de deseos. Goeritz jugó con muchos recursos para hacer de la escala, las perspectivas falsas, las extensiones y compresiones espaciales recursos muy potentes en términos emocionales, pero para él la verdadera materia prima era la luz. Ahí se condensa el éxito de los otros elementos, y esa luz interfiere en el sujeto afectando no solamente su percepción, sino su condición del estar ahí.

En mi caso, los cortes espaciales también son espacios de confinamiento, quieren comprimir al cuerpo y quieren mostrar su vulnerabilidad. En ciertos momentos del recorrido el otro está muy lejos o necesariamente muy cerca. No hay obras para contemplar sino un trayecto por hacer, en ese trayecto uno se construye como el sujeto de la experiencia, ese estar con uno mismo que mencionas —hay que decirlo— es un proceso muy raro, muy extraño en términos de cotidianidad. Pero puede suceder que suceda en el recorrido. Quizá, ojalá.