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De los rituales, de las sombras

Luis Felipe Ortega
Omar Gámez. The Dark Book
2009
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De los rituales que no escuchamos, de los que no queremos escuchar o que simplemente no nos es permitido nombrar. Rituales que tienen un tiempo y un lugar asignado con excesiva precisión: un juego al que hay que ponerle reglas muy claras, asignarle ritmos, imponer sanciones, crear una regulación de los actos. Rituales que nos acercan a la exploración de uno mismo y de los otros, de las miradas, las que al cruzarse precisan la condición de dicho ritual; miradas en la sombra, en el lugar donde se percibe-siente la extensión del espacio y se precisa a través de los cuerpos.

De algunos de esos rituales se ocupa la mirada de Omar Gámez, de algunos de estos espacios que en su recorrido abren paso otro tiempo dentro del tiempo cotidiano -del tuyo, del mío. El tiempo de aquellos que lo usan de otra manera. Una mirada –la de Omar- que se sitúa en un espacio específico y se encarga de hacerlo visible, de realizar una traza, de mapearlo o, mejor dicho, puntearlo a través de tiempos largos de exposición. Silencios y tiempos y espacios.

Quizá en eso consiste la condición precisa de su modo de acercamiento: silenciar a la máquina para que sucedan naturalmente los cuerpos en ese espacio silencioso. Como quien dice mira, sucede el tiempo, sucede que llueve. Y a la vez sabemos que aquí no sucede nada natural porque no nos estamos refiriendo a esos espacios de la normalidad que nuestras sociedades señalan como tal sino que nos referimos a una especie de espacio negativo, de aquello que no ha de nombrarse sino de silenciarse, de asociarse con el lado de lo no natural, de lo no normal. Ruido entonces, de nuestras conciencias normales hacia la sexualidad: ¿dónde y cómo coger normalmente? ¿desde que espacios es que podríamos erigir y festejar esas normalidad sexual en nuestro tiempo? No lo sé y no interesa saberlo aquí.

Dark room: espacio de sombra, luz que se refleja en los cuerpos y deja ver su espacio interior, aquél espacio que solamente puede delatarse a través del deseo, de un acto sobre-expuesto; espíritu de vida e interioridad que se vuelca hacia nosotros –hacia la cámara- desde el cuerpo erguido, desde los cuerpos capaces de reconfigurar su posición frente, entre, hacia y contra el(los) otro(s) cuerpo(s). Tumulto donde se pierde el individuo y se vuelve grupo, pequeña masa saturando el encuadre, interrumpiendo el acceso de la poca luz al obturador: calzones abajo, nalgas desnudas, mano apretando la verga, vergas apretadas para elevar la temperatura del espacio, búsqueda del objeto de deseo que permite ver no hacia fuera sino a ese yo que se autonombra como un yo del erotismo, de lo permitido, de lo posible. La verga termina su tarea, el cuerpo reposa, se recarga en un muro, vuelve a otro tiempo. El ritual también propone zonas de receso. Regresamos al ruido.

¿Qué importancia puede tener el que Omar realice estos retratos desde una cámara que se oculta en una cangurera, que dispare a ciegas desde el vientre con sus largas exposiciones? En un lugar donde el ritual obliga a perder cualquier pudor, donde el sentido del cuerpo se enaltece en la búsqueda del macho dominante, donde unos han de someterse al poder de otros, donde la intensidad de la luz se baja para levantar el potencial del anonimato, ahí la cámara se guarda celosamente para no ser vista, para alojarse en un rincón desde donde puede, finalmente, erigirse como un objeto que desea y que toma lo que puede tomarse en circunstancias que parecen desfavorables y, sin embargo, la potencian en su esencia: no el testimonio ni el documento sino la posibilidad de pervertir lo real es el trabajo que le toca realizar. Y lo hace silenciosamente, como algunos amantes.